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  • Adán de Abajo

Anaid II


(Segunda parte)

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Por las mañanas, los niños desayunaban leche de cabra con gachas de trigo y algunos huevos de pata cocidos. Al pequeño Baldo le encantaban las gachas de trigo con leche y un poco de miel, por su parte, Anaid prefería los huevos con algo de queso, pan y aceite de olivo.

Comenzaban a diario una rutina muy bien establecida por su padre a pesar de la incertidumbre y lo provisional de su vida en el campamento de la playa. Primero clases de griego, matemáticas y ciencias naturales impartidas por el propio Asdrúbal, quien siempre encontraba espacio entre sus múltiples actividades y responsabilidades, para educarlos personalmente. Al mismo tiempo que les hablaba y leía en griego acerca de los autores clásicos, el médico les contaba toda clase de historias sobre la antigüedad, sus héroes y villanos. De tanto en tanto daba indicaciones a sus mercenarios acerca de las reparaciones del dragón, a sus sirvientes y a su mujer sobre la organización de los animales, los pertrechos que les quedaban y los planes que a cada instante elaboraba acerca del futuro inmediato.

A media mañana los pequeños tomaban un receso para jugar un poco, comer algo de fruta, beber agua natural y jugo de naranja recién extraído por alguna de las sirvientas. A continuación pasaban a los dominios de Eurídice, su madre, antigua sacerdotisa de Eleusis, en donde ella y Asdrúbal se conocieran, hace casi diez años.

Asdrúbal Guiscón I envió a su primogénito desde muy temprana edad a tierras extranjeras para que estudiase. En compañía de Kepta, un médico y mago egipcio a quien había elegido como su preceptor, lo mando primero a Persia y a Egipto para que absorbiera los antiguos secretos de la ciencia médica, la astrología y la magia durante varios años. Después a Atenas, para que se formara en filosofía, gramática y psicología. Empero, poco antes de concluir su formación griega, se enamoró de la más joven de las sacerdotisas, consagrada de por vida y virgen a la preservación de los Sagrados Misterios.

Junto con Kepta consiguió sacarla de Grecia y regresar de incógnitos a África, el ser descubiertos, hubiese significado la muerte para todos. Durante su estancia en Atenas se enteró de la invasión de Aníbal a Italia y de las cruentas derrotas que propició a los romanos en los años iniciales de la guerra. Todos hablaban de ello y en un principio pensaban que Aníbal derrotaría a Roma. También supo de las pérdidas que sufrían su padre, Asdrúbal Guiscón I y los hermanos de Aníbal, primero en Hispania y más tarde en África. Aunque su padre siempre tuvo grandes planes para él, nunca le preocupo demasiado ni se identificó del todo con Aníbal Barca. Asdrúbal Guiscón I soñaba y se hacía ilusiones de que con la posible victoria de Aníbal sobre Roma, tanto él como sus hermanos se encontrarían lo suficientemente ocupados en Hispania e Italia como para dejar el camino libre a su hijo hacia el gobierno de Cartago. Se había preocupado bastante por formarlo y educarlo, con la idea muy clara de que regresara a África y reconstruyera el estado cartaginense, inspirado en las ideas griegas clásicas. Con la derrota total de los africanos, todos aquellos sueños se habían esfumando. En poco tiempo el general Cornelio Escipión los despojó por completo de sus colonias en Hispania y derrotó definitivamente a su padre y a Aníbal en Zama. No tardaron los romanos más que algunos años en lanzar un golpe mortal y definitivo sobre Cartago.

En el fondo, el joven médico siempre consideró una locura retar e intentar invadir a un monstruo como Roma en lugar de negociar con ella. De tal manera que supo ver venir con anticipación el zarpazo culminante que los italianos les propinarían como venganza por haber osado desafiarlos.

Recordaba a menudo las noches transcurridas de su infancia en su ciudad, escuchando a su padre conversar bajo una luna tranquila, rememorando batallas, evocando triunfos y planeando un mundo nuevo con el mar como testigo, recibiendo con cierto escepticismo toda la cantidad de planes para él y su familia que tenía el patriarca Asdrúbal. Toda esa vida se había esfumado por completo.

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Eurídice se encargaba de la formación artística y religiosa de los niños: repasaban fábulas y cuentos en griego y cartaginés, cantaban y aprendían solfeo, desarrollaban sus primeras experiencias con la flauta y la lira. Eurídice solía decir que ella era como la antigua ninfa a quien Orfeo había seducido y raptado, y que Asdrúbal era su amado Orfeo, por quien ella abandonó Atenas y su vocación religiosa. Nunca, ni en aquellos momentos de incertidumbre y peligro total en que se encontraban, donde en cualquier momento podrían ser atacados por los guerreros baleáricos o por las legiones romanas, se arrepintió ni por un instante de abandonar Grecia ni su vida en el templo de Eleusis. De verdad amaba a su esposo africano y el testimonio en carne viva de su amor le parecía uno de los mayores legados que podía dejar a sus hijos.

La antigua sacerdotisa también los educaba en el latín, aunque los romanos eran sus principales enemigos, sabía que sus hijos tendrían muchas más posibilidades de adaptarse y sobrevivir en un mundo incierto no sólo conociendo y hablando los idiomas clásicos, sino dominando la lengua de los vencedores.

Luego de una comida donde no cesaba, a pesar de las penalidades, de abundar el pescado, los conejos y venados que los mercenarios cazaban para todo el grupo de sobrevivientes, los niños se adentraban con Monómaco en las profundidades del bosque circundante. De su mano aprendían a confeccionar y cebar trampas para peces, liebres y aves, a usar el cuchillo y el hacha, practicaban defensa personal. El anciano fenicio les explicaba con sumo detalle, dueño de una voz pausada y paciente, toda una serie de detalles que resultaban casi eruditos de tan extensos y perfeccionados, sobre la manera de herir a un oponente humano con una daga, incapacitándolo con un piquete en los tendones o matándolo al instante de un tajo. Cómo coger el puñal evitando ser herido por el filo de un arma enemiga, en dónde introducir la punta de su instrumento punzocortante para inutilizar el hígado, los riñones o el corazón. La manera de cegar la respiración del rival mediante un corte veloz e inesperado, propinado en la garganta, en una centésima de segundo, justo antes de que el oponente siquiera soñara en encontrarse ya muerto. Todo esto, aunque no acababa de agradar a Eurídice, les sería tarde o temprano de mucha utilidad, pensaba Monómaco.

Siempre los acompañaban los perros-lobo, como custodios fieles y discretos.

Aquella tarde, poco antes que anocheciera, los perros-lobo de Monómaco se pusieron demasiado inquietos mientras regresaban él y los niños al campamento. Los elefantes barritaron nerviosos, lo mismo que los caballos, las mulas y los asnos que los acompañaban. Los mercenarios tomaron sus armas, Monómaco se colocó al frente de todos ellos con su hacha desenfundada. Asdrúbal Guiscón pidió a Eurídice y a los niños que se retiraran hacia el campamento junto con el resto de las mujeres y permanecieran a la espera.

La noche llegó mientras tanto. En el lado Norte de la playa se fueron dibujando varias siluetas que se aproximaban hacia ellos lentamente, apenas iluminadas por la luz de la luna creciente y de algunas famélicas antorchas con las que se alumbraban. Primero pensaron que se trataría de un contingente de baleáricos dispuestos a abatirlos, más tarde, por el paso lento, penoso y vacilante, se dieron cuenta que no eran precisamente soldados dispuestos a asesinarlos, no podían serlo de ningún modo.

Una figura de largos cabellos grisáceos apareció cada vez más clara en la lejanía al frente de un grupo maltrecho y numeroso. Asdrúbal casi salto de gusto al reconocer a su antiguo maestro y preceptor: Kepta, el sabio egipcio. Tras de él venía una horda de cartaginenses, griegos y libios que habían naufragado al intentar huir de la destrucción de Cartago pocas semanas atrás.

Asdrúbal abrazo a Kepta en cuanto lo tuvo a su alcance. Encontrar una figura tan respetable y familiar en aquellas circunstancias tenía una fuerte carga de esperanza para él y el resto de su gente.

-¡Descubrí su naufragio hace un par de días en la parte norte de la isla, por suerte, antes que Montúlbar y su gente los hallarán..!. -Añadió Kepta al mismo tiempo que señalaba a una treintena de guerreros cartaginenses, griegos y libios maltrechos, junto con algunas mujeres, ancianas y niños que les seguían. Lucían enflaquecidos, sucios y hambrientos. El egipcio los acogió y guió hacia el campamento de su amo-.

Con el alejandrino iba también un grupo informe de íberos maltrechos y desnutridos, una familia compuesta por una pareja y tres niños, en compañía de algunos veteranos vestidos con andrajos, antiguos guerreros y mercenarios con quienes había trabado amistad Kepta y a quienes había reclutado para que lo siguieran en su viaje de ida y vuelta a lo largo de toda Hispania y les ayudarán a defender la causa de los africanos.

Algunos de los hombres cercanos de Asdrúbal desconfiaban y hablaban entre ellos acerca de si los víveres con que contaban alcanzarían para alimentar a toda esa gente muerta de hambre. Al instante los hizo callar Monómaco, quien supo entender la benevolencia y el agrado de su líder ante su encuentro. El joven médico seguramente pensaba en acrecentar su guardia personal con los nuevos mercenarios y tener con ello mayores posibilidades de presentar batalla si se aparecían los guerreros baleáricos, las legiones romanas, o ambos.

El egipcio llevaba semanas buscando a Asdrúbal y a su familia, rastreando su ubicación, guiado por las referencias de algunos pescadores ibéricos.

Anaid y su pequeño hermano se escabulleron tras de su padre para escucharlo parlamentar con Kepta y con el resto de supervivientes, elaborando planes con un ánimo creciente que pronto se contagió en ambos grupos. En el arte de hablar, liderar, organizar el futuro, motivar y dar instrucciones, su padre era todo un maestro, y la pequeña Anaid sabía escucharlo y valorarlo con suma atención. Su padre le había dicho que algún día ella lideraría a todos los supervivientes de Cartago.

Se habló de restablecer el barco lo antes posible y sacar de la isla pronto a toda la gente y los animales. Anaid y Balo escucharon a Kepta mencionar una ciudad en el Norte de Hispania, a donde Asdrúbal Guiscón lo envió más de un año atrás: Numancia, para negociar con Caro, el general quien lideraba aquellos territorios y pactar la posibilidad de recibirlos allí. Las noticias que traía Kepta tras largos meses de ausencia y viaje en pequeños botes y sobre todo, a pie, eran favorables para todos los cartaginenses. Caro, el numantino, antiguo amigo y socio de Aníbal Barca, parecía accesible ante la idea de acoger y dar refugio a los africanos. Los meses de extravío y soledad en aquel golfo perdido parecían acercarse a su fin.

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