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  • Adán de Abajo

Anaid


(Primera parte)

1

El agua se sentía quieta y transparente, de una tibieza que acariciaba las plantas y los tobillos de sus pies conforme se adentraban en el mar. A poco más de sesenta pasos hacia el interior del golfo, parecía que no se habían alejado apenas de la costa. Sólo hasta que volteaban a sus espaldas entre tanto y tanto, cayeron en cuenta que la playa estaba bastante lejos. Se detuvieron en un punto que ellos conocían de antemano. La niña introdujo su manecita alargada en el interior de la fina película del agua marina, desgarrando su virginidad oceánica, y extrajo la trampa para anguilas. Tres gordas serpientes acuáticas aparecieron agitándose con torpeza, atontadas de tanto luchar inútilmente durante horas.

El varoncito se agachó para mirar de cerca a los animales retorcerse, abriendo todo lo posible unos inmensos ojos color café, como planetas esplendorosos que horadaban con curiosidad al interior de la jaula. Era dos años más pequeño que ella.

Un silbido poderoso partió el cielo y la costa enteros, obligándolos a incorporarse y regresar a la playa, a donde el anciano los esperaba. Él volvió a llamarlos con su chiflido potente, introduciendo los dedos en su boca, soplando con vigor. Los niños emprendieron el regreso todo lo rápido que podían caminar, evadiendo el leve oleaje que iba aumentando sin que se dieran cuenta, cargando la trampa dificultosamente con ellos. No tardaría en subir la marea y entonces la aparente calma del mar sería sólo un recuerdo.

El anciano los contempló orgulloso, aunque no era de muchas palabras. Él mismo los había enseñado a elaborar aquellas trampas para anguilas y a instalarlas, ahora les permitía que las cebaran, colocaran y revisaran por sí solos, con una poca de su supervisión. Sabía que debían aprender a conseguirse su alimento y que a él no le quedaba mucho tiempo de vida como para enseñarles todo lo que tenían qué saber para subsistir en un mundo incierto. Solía decirles que estaba viviendo tiempo prestado y los pequeños lloraban cada que lo escuchaban hablar sobre la certeza de su muerte.

Se colocó el dorso de la mano sobre las cejas para desviar los rayos solares de la tarde y limpió el sudor de su frente rugosa. Su sonrisa se amplificó conforme los niños se aproximaban más a él, chapoteando en las olas y bromeando; los quería como si fueran de su familia: en realidad lo eran. Y ellos lo miraban como a un abuelo.

Sólo hasta que estuvieron muy cerca de la costa y de su benévola y protectora figura, pudieron apreciar que se encontraba armado hasta los dientes. Llevaba una amplia y mortífera hacha colgada en la espalda, con una funda de cuero que ocultaba y protegía su letal filo. En el costado izquierdo portaba una suntuosa espada romana, de la cual gustaba presumir que separó de un tajo, con todo y el brazo, de un cónsul en el Norte Italia.

El veterano extrajo una afilada daga griega, la blandió con delicadeza, como si le recordara añejas batallas, agarró uno de aquellos obesos y alargados peces y les mostró con sumo detalle cómo destriparlas y limpiarlas. Los dos pequeños lo miraban al igual que si fuera el erudito más grande de Europa o África. Entonces se apreciaron sus dedos cargados de anillos dorados, otrora pertenecientes a legionarios romanos, arrancados sin piedad luego de abatir a sus víctimas, como trofeos de guerra. Portaba hasta dos o tres anillos en cada falange alargada, recolectados por toda la península itálica a lo largo de casi diez años de guerra. Calvo por completo, la nariz ganchuda, una cicatriz le surcaba el rostro desde la frente hasta la barbilla, ganada en su juventud, durante la Guerra de los Mercenarios, en África. Moreno, vestido con pieles de hiena. Daba la impresión de tratarse de un viejo halcón, más que de un mercenario africano. Sus brazos semidesnudos cubiertos de tatuajes referentes al dios fenicio Baal, a Amón: el dios solar de origen egipcio, y de cicatrices, también llamaban la atención.

Dos perros lobos quienes lo seguían como su sombra corrieron al rededor de los niños, esperando su ración de viseras y cabezas de pescado y dando cuenta en segundos de la totalidad de las entrañas de las anguilas. La carne blanca de las presas terminaría más tarde siendo parte de una sopa junto con varias verduras al interior de una cazuela honda.

Anaid limpió con su vestido la nariz húmeda de mocos del hermano pequeño con un movimiento rápido e impaciente. Pantera, la perra hembra, acercó su hocico y terminó de retirar el resto de la mucosa en la cara del niño con su lengua. Lobo, el macho, intentó hacer lo mismo, pero Baldo, el hermanito, lo alejó de un manotazo que hizo estornudar al animal.

El anciano y la niña estallaron en carcajadas. Monómaco no se reía con frecuencia y esto lo celebraron los niños con más risas. Los perros parecían reír también, satisfechos, echando sus orejas hacia atrás y agitando en alegres círculos sus rabos. Al mirar a aquel par de alegres y amistosos canes, nadie podría imaginar que también estaban entrenados para matar, que al lado de su amo, en la Península Itálica, habían arrancado infinidad de miembros de legionarios y obtenido también su respectiva cantidad de heridas años atrás.

-¡Cuéntanos una historia, Monómaco...!

Grito el pequeñito, quien adoraba escuchar sus anécdotas de batallas en mar y tierra.

-Más tarde..., después de la cena, ahora nos esperan sus padres para preparar la sopa.

-¡Por favor, por favor...!

Añadió Anaid excitada.

En el cerebro del anciano se arremolinaron toda clase de imágenes, sonidos, colores y aromas de sangre y fluidos humanos, alaridos de soldados, choques de espadas, miembros partidos, lanzas y escudos impactándose. Lo único que recordaba en su vida, desde los catorce años, era la guerra. Originario de una de las colonias cartaginenses en el sur de Sicilia, descendiente directo de los mejores marineros fenicios y egipcios. A Monómaco lo entrenó su padre como soldado desde los diez años y junto con él se unió a Amílcar Barca en la primera Gran Guerra que libraron los africanos contra Roma, al interior de la isla de Sicilia.

Cuando los cartaginenses fueron derrotados, el fenicio siguió al general Amílcar y lo acompañó en innumerables guerras: contra mercenarios griegos en el Mar Mediterráneo y en el desierto, en África. Estuvo a su lado cuando los cartaginenses invadieron Hispania y aplastaron a decenas de tribus íberas, haciéndose con la península entera. Luego en Italia acompañó a Aníbal, el hijo de Amílcar, marchando con sus elefantes a través de los Pirineos y los Alpes. Innumerables triunfos y varias derrotas contundentes que habían significado el fin del Imperio Cartaginés.

Luego de que Aníbal huyera hacia Siria y más tarde hacia el Mar Negro, evadiéndose de sus perseguidores romanos, Monómaco se incorporó al servicio de otra importante familia cartaginense: los Guiscón. Particularmente con Asdrúbal Guiscón II, hijo de Asdrúbal I, quien fuera derrotado por el general romano Cornelio Escipión, primero en Hispania y luego en África. Sirviendo como guardaespaldas personal de él, de su esposa y de sus dos hijos desde antes que abandonaran Cartago.

2

Anaid engulló dos buenos trozos de la carne blanca de los peces y algunos fragmentos de camote y zanahoria que hirvieran con las anguilas. Sintiendo un poco de lástima porque las había visto luchar dentro de la trampa por la tarde. Su hermanito estaba dormido en los brazos de Eurídice, su madre, desde hace más de media hora.

-¡La historia, Monómaco, la historia...! Chillo la niña con reproche. No había olvidado la promesa del viejo.

-Mañana, hija... Afirmó su padre imperativamente. La envolvió en sus brazos, la cargó y la depositó sobre sus rodillas, haciendo pequeños movimientos para arrullarla.

El anciano inclinó su rostro en señal de estar de acuerdo con el progenitor y se incorporó, saludándolos a la vez a él y a su mujer, dirigiéndose a continuación hacia un grupo de veteranos africanos, galos, griegos y libios, quienes constituían los pocos sobrevivientes que quedaban luego de que Cartago fuese destruida por Roma. Monómaco se encargaba de organizar las guardias nocturnas.

Asdrúbal Guiscón II había conseguido sacar a su familia de África poco antes de que la ciudad fuera arrasada. Reclutó a un grupo de veteranos supervivientes de los ejércitos que habían luchado con Aníbal en Europa y con su padre en Hispania y África. Contratándolos como guardia personal, y junto con otros pocos esclavos y algunas familias nobles africanas aliadas, consiguieron salir antes de la completa destrucción de la capital.

Los recuerdos de aquel desastre no conseguían alejarse de la mente del joven Asdrúbal en ningún momento. Primero el suicidio de su padre por órdenes del senado cartaginés, tras ser derrotado y fracasar en la defensa de su patria, más tarde la pérdida absoluta de su amada ciudad, reducida por completo a cenizas. Miles de vidas pasadas por el cuchillo.

El joven Asdrúbal fue educado como sacerdote, jurista y médico, y no como soldado. No poseía mucha experiencia en batalla, para eso tenía a Monómaco al lado suyo, empero, sí que era dueño de una profunda percepción de los acontecimientos. Sabía leer los hechos sociales y políticos, y sobre todo a las personas como a pergaminos. Esta inteligencia política y psicológica le permitió prever el desastre que se avecinaba y tomar las precauciones suficientes como para salvaguardar a los suyos a tiempo. Llevaba meses sospechando que el golpe definitivo de los romanos no tardaría en llegar, por lo que pudo prepararse, reclutar mercenarios y hacerse con barcos y pertrechos. Pocos escucharon los consejos que desde meses atrás de la invasión romana hiciera llegar al senado africano.

Luego de escapar, el intento fallido de refugiarse en las Islas Baleares tras cruzar con tres navíos el Mediterráneo. Uno de los lugartenientes celtas: Montúlbar, antiguo aliado de su padre y de Aníbal Barca, les había prometido acogerlos en Hispania, siempre y cuando pagaran el precio en oro acordado, muy elevado, por cierto por cada africano. Pero los romanos se les adelantaron, ofreciendo un pago mayor a cambio de sus cabezas y por la traición de los guerreros baleáricos, quienes apenas vieron aparecer las naves cartaginenses en sus costas, se precipitaron a cubrirlos con una lluvia de proyectiles lanzados con sus ondas y con flechas encendidas. Las tres naves se perdieron sin remedio, decenas de nobles africanos perecieron ahogados, calcinados o con los cráneos aplastados por los proyectiles de los baleares, quienes en otro tiempo fueran viejos aliados y amigos de los cartaginenses.

Los recuerdos se agolpan de manera delirante y casi enfermiza en la mente del joven médico día y noche sin darle descanso. Gracias a Monómaco y a un puñado de veteranos leales e inquebrantables de diversas naciones, muchos de los cuales habían estado con Aníbal en Italia y con su padre en el sur de África, en la Batalla de Zama, lograron escapar nadando a lomos de cuatro elefantes que iban con ellos desde Cartago y de varios caballos, borricos y mulas. Presentando batalla a los mercenarios baleáricos y logrando ponerlos en retirada.

La experiencia y el carácter de roca de Monómaco, el anciano fenicio, había sido un elemento determinante en la supervivencia.

Y ahora se encontraban varados en medio del golfo de una isla sin nombre cerca de Gibraltar. Con su esposa griega Eurídice, sus dos pequeños y no más de una treintena de sus fieles veteranos y algunos sirvientes leales. El peligro de que los guerreros baleares aparecieran de nuevo en cualquier momento y los rodeasen, o que surgiera repentinamente un barco romano en el horizonte, quizá informado de su presencia, los acechaba a cada momento.

Pero no todo estaba perdido. El joven médico Asdrúbal Guiscón pronto comenzó a estudiar la isla donde se encontraban: su posición, el terreno, las ventajas y desventajas, la manera de protegerse si fuesen emboscados, encontrando por casualidad un antiguo cementerio de barcos fenicios en un manglar. Aprovechando cualquier oportunidad, como aprendiera de su padre, logró identificar y rescatar del fango con ayuda de sus elefantes, una antigua nave fenicia: un dragón, como eran llamados en otros tiempos aquellos gigantes que en su época fueron parte de la mejor flota del mundo. El dragón no se encontraba en tan mal estado. Con los hombres que disponía, organizó y emprendió la reconstrucción del navío, recogiendo troncos arrojados por el mar en la costa y enviando misiones hacia el interior de la isla para talar árboles, tallarlos, pulirlos y dotar de casco nuevamente al dragón.

La cuestión de hacia dónde navegar una vez rehecha la nave era un problema menor. Ahora debía sacar a los suyos a toda costa de tierras enemigas. El trabajo con la nave era lento pero progresaba a paso seguro cada día. Asdrúbal estaba seguro que lograría su mayor propósito: conseguir desplazar a su gente lejos de aquel golfo mortal.

Finalmente la niña se quedó dormida en sus brazos a la espera de su ansiada historia.


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