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  • Olivia Pineda

Un día perfecto


Me levanto de la cama con los ojos cerrados, dando tumbos me dirijo a la cocina y lentamente la luz del sol logra penetrar mis pesados párpados. No quiero abrirlos ni ver el tiradero que crece cada día por cada rincón del departamento. Frente a la cafetera inhalo profundamente y me resigno a abrir los ojos, como aceptando la inevitable e inexorable marcha del tiempo. Miro por la ventana y el cielo me parece sucio, triste, no hay una sola nube que lo pinte con otro color que no sea el horrendo azul.

Odio el color azul. Mientras espero que el café esté listo, observo mis manos, largas, resecas, ásperas, vacías. Las mismas que te gustaba tomar entre las tuyas al caminar por la calle. Me sentía torpe yendo de tu mano, como si fuera una niña pequeña que debes sujetar fuertemente para que no se pierda. Las guardo en las bolsas de mi pantalón con disgusto. Poco a poco el ambiente va oliendo a café, lo único que me motiva a levantarme de la cama últimamente. Lo bebo sin azúcar, disfrutando de su acidez y amargura perfecta, permito que el aroma me transporte a viejos recuerdos, en que en esa pequeña cocina pasábamos el tiempo bebiendo café o vino o a nosotros mismos. Cuando me parece percibir tu sabor y tu aroma, sé que es tiempo de cortar con eso. Me levanto apresuradamente y me preparo para ir a trabajar, no sin antes alinear los libros de los estantes. Podré ser desordenada en mil cosas, menos en lo que respecta a mi librero.

Al salir a la calle trato de esquivar miradas, no quiero que nadie pueda llegar a imaginar lo que ocurre en mi cabeza. Detesto que sepan cuando estoy triste o preocupada, o cuando me siento feliz y canto en mi mente con los audífonos puestos y la música a todo volumen. Dirijo la vista al piso, lejos del cielo azul que me pone de mal humor. Paso de largo por mi coche, no tengo ánimos de conducir. Observo los zapatos de los demás pasajeros del transporte público y trato de imaginar sus vidas en base a ellos. Al llegar a la oficina lo primero que hago es servirme más café, evitando a toda costa que algún otro recuerdo allane mi mente y negándole mi atención a mis compañeros, finjo escuchar las indicaciones de mi jefe y sus absurdas frases motivacionales que me asquean.

Llegada la hora para comer, doy un vistazo rápido por la ventana, algunas nubes grises comienzan a dejarse ver. Me alejo apresurada de mis compañeras que aún después de años piensan que puedo aceptar acompañarlas a comer ensaladas y hablar de dietas, telenovelas y cantantes de moda. Salgo del edificio y me dirijo al bar de siempre. Me siento en un banco de la barra y sin decir palabra, Manuel me sirve un whiskey doble, como ayer, como el pasado martes, como cada dia desde las últimas diecisiete semanas. Él jamás me pregunta por lo que me pasa, jamás me lanza una mirada de reproche o de crítica, por eso vengo siempre al mismo lugar. Llena de nuevo mi vaso, mirándome fijamente a los ojos. De vez en cuando, como hoy, desliza sobre la barra algo muy parecido a un cigarro. Me dirijo al baño a fumarlo, doy una calada honda y cierro los ojos mientras pienso en ti y me siento generosa al liberarte de mis vicios y defectos.

Regresar al trabajo después de beber un trago y fumar cannabis vuelve la rutina más tolerable, al menos para mí. Todo mundo debería hacerlo, me justifico a mí misma, no habría conflictos de ningún tipo. De vuelta a mi escritorio observo por la ventana. Me alegra ver que el azul del cielo ahora se ha vuelto gris. Me gusta el gris. Ha comenzado a llover y miro a la gente caminar apresurada para no mojarse. Te veo en la acera de enfrente, de pie bajo la ligera lluvia, con esa camisa azul que te regalé hace cinco meses y veintitrés días. Por unos minutos sostenemos la mirada hasta que agachas la cabeza y sigues tu camino. Nunca pudiste sostenerme la mirada por mucho tiempo. Así como nunca pudiste seguir el hilo de mis conversaciones más serias. Y me siento egoísta al sentir que soy libre de tus virtudes y tu sencillez.

Aún llueve al salir de la oficina, comienzo a caminar sin que me importe mojarme y me dirijo a mi café favorito para comer algo. Ahí puedo conversar con otros comensales asiduos. En especial con aquellos que me doblan la edad y siempre tienen algo interesante que contar sobre sus vidas, con los que puedo hablar del último libro que leí o me describen los lugares que sueño conocer. Disfruto enormemente charlar sin tocar temas como el fut bol o la vida de lujo de algún personaje famoso. Después me dirijo a casa, abro una botella de whiskey y pongo música. Subo el volumen al máximo y cierro los ojos mientras Lemmy canta “I´m so bad, baby, I don´t care…” y pienso que mi día ha sido perfecto.

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