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  • Olivia Pineda

Noche de tormenta, a medio día


Tranquila e inmersa estaba en la lectura, una cálida mañana de mayo, cuando sentí una fuerte mirada y un penetrante olor a alcohol. No tengo claro que fue lo que percibí primero. Ambos los recuerdo intensos, abrazadores. No apartó sus ojos cuando lo descubrí observándome. Me retó con la mirada, y no puede evitar hacer un gesto falso de desagrado. Sus ojos claros estaban vidriosos por el intenso contenido de alcohol que circulaba por sus venas, su piel, su cabello y sus ideas. Me preguntó por mi lectura, no me esmeré en contestarle, me limité a mostrarle la portada del libro que tenía entre mis manos ya que no valía la pena pronunciar palabra alguna porque sabía que no le interesaba conversar acerca del libro ni de nada en particular, y porque era obvio que su intención no era esa. Me invitó a salir de ahí. Dijo que solo quería compañía, solo eso, no estar solo y seguir tomando. Mencionó también algo acerca de las almas que se atraen no por deseo carnal, sino por una necesidad de compartir instantes de silencio y me convenció. No me fue difícil aceptar faltar a la clase por la cual aguardaba, así que emprendimos marcha entre los edificios de la Facultad, llenos de estudiantes que se sienten revolucionarios y apóstatas pero no suelen hacer otra cosa que hablar de las bandas de moda, entre el humo de porros mal forjados. Subimos a su coche y dudé por un segundo de su capacidad para conducir, dijo que manejaba mejor borracho, como si esa típica broma me fuera tranquilizar, pero ya había aceptado ir con el así que no estaba en posición de pretender tomar decisiones responsables a partir de ese momento. Una vez que aceptas salir con un borracho desconocido debes ser consecuente y dejarte llevar por la aventura.

Llegamos a un viejo billar del barrio, sitio elegido por él, porque siendo aún temprana hora, ya podíamos consumir alcohol estando ahí. La cerveza estaba caliente, nos advirtieron, como si no supieran lo poco que interesa la temperatura cuando el frio de la desesperanza se lleva dentro. Me contó que era estudiante de filosofía igual que yo, haciendo hincapié en que no me había hablado porque me hubiera prestado atención antes. Te he visto pero no porque me gustes- dijo-, te hablé solo porque estabas ahí en el momento justo. Me contrarió su comentario pero a la vez me sentí aliviada de no tener que estar metida en un juego de cortejo para lo que siempre he sido torpe.

Hablamos casi tanto como bebimos. De cosas tan absurdas como el común sentimiento de no pertenecer y de temas tan profundos como el deseo de beber todo el alcohol del mundo. Con los ojos cristalinos a veces fijos en la botella tibia, me habló de temas para mi desconocidos. Del agobio de las responsabilidades, de llevar la cartera vacía como el corazón de sueños. Me quemaba su mirada que hurgaba en mis más terribles noches de angustia, desenvolvió con su aliento mi alma mustia y gris. Me hizo reír hasta las lágrimas con sus melancólicas palabras, sabias e irónicas. Con sus besos de brasa ardiente conocí el deseo más limpio que puede existir. El deseo de dos almas de roca ígnea que se resisten a enfriarse por completo. Cuando comenzó a hablar de vernos nuevamente decidí retirarme, a pesar de que noté que apenas podía estar en pie acepté que me llevara a mi casa y confirmé que realmente estando borracho conducía bien. Así como seguramente su sabiduría navega libre cuando su sangre rebosa alcohol. Odié la sensación de sentirme segura a su lado y le dije que no cuando pidió verme al día siguiente. Tal vez nos veamos luego en la escuela, le dije. Y así fue. Lo vi de lejos evitando cada vez su cercanía. Siempre he creído que ese tipo de encuentros no deben repetirse, para que se conserven intactos. Es por eso que aún me quema su lengua cuando lo recuerdo. No olvido su ojos fijos en los míos, su cálido brazo aprisionando mi cintura y su boca repitiendo que no le gusto, que fue mi alma la que le atrajo inevitablemente, que puede ver lo que pienso, que no le gusta el mar en calma y que sueña con penetrar mi mente y saltar al abismo que me habita. Me llamó su noche de tormenta, aquel martes de mayo al medio día.

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