top of page
  • Adán de Abajo

Adán de abajo


Cuando Dios le entrega a uno un don, también

le da un látigo; y el látigo es únicamente para

auto flagelarse.

(TRUMAN CAPOTE –Música para Camaleones)

1

Sus brazos están completamente tatuados. Una galería de símbolos místicos grabados sobre su piel ultrasensible: Budha, Ganesh, Krishna, Kali, muestrario insistente de una filiación excesiva hacia el budismo y el hinduismo. Al igual que una imagen de Sócrates impresa en el hombro derecho; pero también Jesús de Nazareth en su contraparte izquierda: su rostro semítico, enorme y difuminado sobre la epidermis. Figuras ornamentales del México prehispánico: el perro izcuintle de las culturas precolombinas, impreso cuñeiformemente cerca de la muñeca, en la parte interna del antebrazo. Su implantación hasta la parte profunda de la piel años atrás debió doler muchísimo. Demasiado visible y hasta agresivo cada que extiende su extremidad histriónica para dialogar manoteando o dar la mano cuando saluda a alguien.

Se encuentra hablando, más bien vociferando en el interior de la habitación. Su habla amplificada puede resultar intimidante si no se está familiarizado con ella. En un instante inesperado sus palabras y su voz se atoran en el fango del silencio. El monólogo se interrumpe con violencia. Calla y su interlocutora se mantiene a la expectativa, aguardando que termine la frase silenciada.

Ahora se sirve refresco sabor naranja del que todos los días pide a la enfermera una botella tamaño familiar. Coloca las dos pastillas grises en la parte posterior de su lengua, cerca de la campanilla: son los calmantes que debe ingerir dos veces al día. Sus nervios, en efecto: bastante inflamables. Luego las tres cápsulas de color rojo y blanco, para regular la actividad eléctrica de su cerebro, tendiente a la anormalidad. Por último un par de píldoras amarillas para la acidez estomacal, producto de un año bajo diversos tratamientos farmacológicos, que han extinguido toda la indispensable fauna de su medio ambiente estomacal.

Da un trago de refresco en un pequeño vaso de papel, su cara se comprime en miles de pliegues arrugados por la amargura de los medicamentos, que ni el refresco más endulzado logra disimular. Respira profundo. El rostro le cambia del rojo al moreno pálido, recuperándose del mal sabor de boca. Cruza las piernas extremadamente pobladas de bello, las cuales sobresalen de su bata larga de interno y se lleva la mano a la sien derecha, en actitud de continuar la conversación.

La muchacha lo mira con un interés que no disimula ser bastante. Adán sostiene la mirada también y continúa hablando:

Sí… Prosigue. Aquí no me permiten por ahora leer, dicen los doctores que me hace daño en ésta etapa, que me altera el cerebro más de lo que ya está. Leer es lo único que extraño del mundo de afuera. Por lo demás me encuentro excelente, es un lugar muy cómodo, han sido unas vacaciones muy largas…. Muy a gusto. Quizá más adelante logre que me permitan tener libros y leerlos.

Ella se acomoda el cabello, Adán nunca sabe si es un signo inequívoco de coqueteo, si explícitamente la muchacha está flirteando con él, o si es parte de un tic bastante sensual que ella tiene, de estarse cogiendo el cabello y dejarlo caer una y otra vez sobre su hombro.

Dime. Le pregunta ahora ella: Marcela, Marcela Durán, mientras sigue cogiéndose el cabello lentamente, a ritmo hipnótico e incesante, observando a la vez su hombro desnudo donde cae su cabellera de ópalo negro. Desvía los ojos de su propio embelesamiento y por fin enfoca con mirada intensa a Adán. Dueña absoluta de éste fragmento del diálogo: ¿En realidad alguna vez despertaste fuera de tu casa sin saber cómo habías llegado a ése lugar? ¿En verdad el sonambulismo llego a tal grado…?

Y su pregunta tiene la entonación de un ítem de historia médica, pues aunque no vino a visitar a éste paciente como un paciente suyo, no puede evitar que sus encuentros más íntimos y cotidianos como persona y como mujer, dejen de estar influidos por sus propios estudios profesionales y sus actividades en la medicina. No obstante, ella no trabaja en éste hospital, ni tiene como especialidad la psiquiatría. Dios no lo quiera. De hecho, hasta antes de comenzar a visitar a Adán, le causaban un insoportable espanto los enfermos mentales y cerebrales. Y aún peor, pues no se ha podido establecer por parte de los especialistas dedicados al caso, si el mal que aqueja a Adán es de índole puramente psicológico, emocional, psiquiátrico o cerebral. Lo que parece hasta ahora, según las hipótesis de los estudiosos más renombrados que le han visto, es que al parecer Adán es una rara coctelera, mezcla de todos estos determinismos y azares.

Entonces Adán es un conjunto de todas aquellas materias que Marcela más temió durante sus años en la escuela de medicina: psiquiatría, neurología, psicopatología, mismas que para su pesar eran obligatorias en la formación de todo médico cirujano, y que ella debió angustiosamente soportar. Hasta el grado de desarrollar un miedo irracional y excesivo: una fobia, como ella misma se auto-diagnosticara, después de leer nerviosa la última versión del Trends of Mental Disorders.

Nunca llegué al extremo de amanecer en la calle, eso sí. Responde Adán. Lo más lejos de mi casa que llegué fue a la cochera, un día que amanecí con mi pijama puesta, debajo de mi coche, lamido por la lengua tibia de mi perra Penélope.

¿Entonces, porqué temías tanto, todas las noches de quedarte dormido y que te diera una crisis de sonambulismo, si nunca pasó nada realmente malo? Termina de decir ella un tanto absorta en su propia pregunta, un tanto inquieta ya.

Debes saber que el mayor miedo no es el que te produce enfrentarte con lo real, si no lo posible, lo que puede suceder, lo que no puedes ni podrás nunca ver, pero sabes que ahí está…

Y Marcela se queda en silencio. Efectivamente, ella más que el propio Adán, a causa de padecer su miedo a las diversas formas de locura, sabe muy bien lo que es la prisión de la mente.

Marcela estuvo muy tranquila durante casi dos horas, conversando en la habitación de Adán. Su temor a la locura y las enfermedades mentales disminuyó desde la primera vez que vino a visitar a su amigo, o por lo menos se atenuó considerablemente. En todos estos meses descubrió que enfrentando las situaciones angustiantes y causantes de su fobia, podía llegar a dominar sus temores, sino completamente, en considerable grado. Además del descubrimiento de que tenía bastantes cosas en común con Adán, con quien sostenía emocionantes y prolongadas conversaciones durante horas. El mismo Adán, quien llegó a éste sanatorio psiquiátrico hace un año, bajo los efectos de una profunda depresión que le implicó la inyección en sus venas de fuertes medicamentos y descargas eléctricas en su cabeza, como tratamiento para evitar que se suicidara o se hiciese daño, había mejorado enormidades desde la primera vez que lo visitó Marcela: “Te vino a visitar una señorita”. Le dijeron. “Su nombre es Marcela Durán, ella dice que no te conoce, pero quiere hablar contigo”. Sentenció uno de los psiquiatras la primera vez que ella asistió al sanatorio impulsada por esotéricas fuerzas. Y el nombre de Marcela Durán sonaría más familiar que el de su propia madre o su abuela. “Sí… Sé quién es… Dígale que pase…” Respondió Adán al médico sonriendo.

Pero hoy Adán tocó una de las más frágiles capas de la persona de su amiga, la de su miedo a la locura. Por eso mejor ella opta por retirarse.

Bueno, me tengo que ir por hoy… Dice ella. La semana que viene nos volvemos a ver, te voy a platicar otro libro de cuentos que ando leyendo…

¿Tan rápido…? Se queja Adán, sabiendo que algo se ha roto al interior de Marcela. Ella: su mayor contacto con “el mundo de afuera” como suelen decir los internos en el hospital. Su único contacto con los libros, la única persona que le platica detalladamente cada semana lo que ha leído.

Sí, nos vemos el viernes como a las seis. Termina de decir ella con autoridad.

Marcela se levanta de la cama desde donde estaba sentada escuchando a Adán, tendido sobre su reposet favorito y recorre la habitación de finos muebles, recámara de caoba y sillones de piel, en el hospital particular donde vive este paciente. Marca los pasos que tiene que dar desde la cama hasta la puerta de cedro, acentuando sus tacones sobre la duela y mostrando la parte posterior de sus muslos bajo la minifalda que confunden la frágil mente del tatuado con su desfile. Ella espera como siempre, que Adán se acerque para darle un beso en la mejilla, tal como cada semana se despiden, cual buenos amigos. Adán recorre la distancia desde su trono hasta la puerta, contando los pasos de sus pies desnudos, verificando si son los mismo que ella dio hasta la puerta. Una especie de dragón antropófago y cazador.

Marcela Durán acerca su mejilla para despedirse, pero él no se conformará con un beso de despedida: la toma furtivamente de la cintura con sus dos brazos sin que ella pueda hacer nada, y aprisiona con su boca enorme la de ella, diminuta.

La doctora reacciona violenta intentando escapar de tal osadía, lo empuja con sus manos contra el pecho, descubre los hombros desnudos y tatuados bajo la bata, los brazos y los antebrazos surcados por el lenguaje místico de los íconos. Los labios del loco son un seguro de palanca que no la dejan respirar, le introduce luego su lengua, al igual que un invasor pueblo bárbaro penetrando unas murallas violadas.

¡Pinche loco de mierda…! Grita aguda la voz de Marcela, frenética, impotente, extrañada, logrando finalmente liberarse de los brazos de Adán. ¿Quién te dijo que podías besarme?

Le da un duro golpe con su puño en el hombro. Adán sólo la mira sonriéndole con descaro.

Sale azotando la pesada puerta de cedro, dejando al paciente solo en su habitación, caminando demasiado rápido, marcando con dureza sus tacones enfurecidos sobre el piso, hasta perderse en un eco a través de las ruinas de una ciudad desolada. Así se queda también Adán: en ruinas y desolado.

La doctora intuye que Adán planeó durante toda una semana este beso: y de hecho fue así: que Adán planificó a detalle cómo acomodaría su boca, cómo respiraría, cómo introduciría por último su lengua experta, igual que un mazo vikingo. Casi puede imaginarlo fantaseando con ella durante los días en que no se ven, masturbándose con manos trémulas bajo las sábanas e imaginándose a la doctora. Nada demasiado lejano de la realidad.

2

¡Estoy seguro que es de causa neurológica!

Dice uno de los especialistas, un neuropsiquiatra de origen danés quien recientemente se incorpora para trabajar en el sanatorio. El médico galo, descendiente de Hamlet, contempla los resultados del electroencefalograma y decodifica con ojos expertos aquellas inusuales ondas eléctricas, trazadas con virulenta desproporción sobre el papel de la máquina, donde el cerebro delinea su escritura personal en un desconocido idioma.

Algún tipo de epilepsia sin convulsiones que manifiesta sus brotes durante la noche, cuando éste paciente se levanta sonámbulo de su cama. Repite el nieto de Hamlet en un imperfecto español.

Y luego vuelve a ojear con sorpresa, casi juntando sus gafas de fondo de botella y sus ojos azul cielo desorbitados. Olisqueando con fascinación aquella escritura propia del cerebro que sólo los médicos saben descifrar, donde el encéfalo escribe sus intenciones en el papel para poder ser leídas, toda su historia de reflejos condicionados, lo que sabe y lo que oculta de sus enfermedades, sus secretos. Lo que le resulta desconocido hasta para él mismo.

¡Pero las alucinaciones, doctor, los delirios y la depresión tan severa….! Dice ahora otro de los médicos, el psiquiatra de cabecera de Adán: el doctor Iñiguez, un gallego recién llegado del viejo continente con formación de psicoanalista.

Es sabido… Responde Hanz, el danés, que la epilepsia, sobre todo si su núcleo surge en regiones profundas del cerebro, produce alteraciones del estado de ánimo y graves depresiones.

Mientras la disertación médica ocurre, Adán duerme con un casco de electrodos insertado en su rapado cráneo, presa de la fase más profunda del sueño. Cuando el cerebro humano acostumbra descender hacia dentro de sí, recordando aquellas etapas de la evolución de la vida en que nuestro sistema nervioso era el de un lagarto, una serpiente, de tortuga, tiburón o lobo. Demostrándonos que nunca hemos dejado de ser animales, mediante sueños violentos y sensuales, provenientes de los estadios más primitivos de la historia biológica. Peldaños inscritos en cada parte del cuerpo humano, escalones frágiles de un cuestionable y dudoso ascenso hacia la conciencia.

3

El gesto no puede ser considerado como una expresión del individuo, como una creación suya (porque no hay individuo que sea capaz de crear un gesto totalmente original y que sólo a él le corresponda), ni siquiera puede ser considerado como su instrumento. Por el contrario, son más bien los gestos los que nos utilizan como sus instrumentos, sus portadores, sus encarnaciones.

(MILAN KUNDERA. La Inmortalidad)

La cámara fotográfica logra captar la figura de la muchacha.

El aparato secuestra una de sus siluetas: un seno insinuado por el escote discreto. Pero no copia burda y mecánicamente la realidad femenina, si no que la recrea innumerables veces conforme Adán recorre el rollo de su cámara semiautomática. Hay una intencionalidad suprema y poética que reinventa el objeto de deseo, que no se lo roba al fotografiarlo tal cual es, que no lo copia burdamente. La lente es el pincel con que traza a voluntad el fotógrafo.

Recientemente, Adán adquirió una telefoto: lente de más de treinta centímetros de longitud que permite realizar fotografías desde lejanas distancias. Curiosidad que puede erigirse hasta más allá de los noventa centímetros cuando es necesario. El tatuado conecta la enorme lente que compró por medio de un importador especializado en equipo de video. Al girarla sobre su vieja cámara profesional y sentir el clic del seguro, indicación de que está lista para disparar, la coloca sobre su muslo y experimenta un placer cuasi-sexual, igual que si se tratara de un pene telepático, listo para introducirse en cualquier cavidad corporal.

Recarga su nuevo falo fotográfico sobre la ventana de su mustang setenta y desde ahí, sin ser visto por nadie, con todo el anonimato que le brinda su auto, enfoca y recrea la silueta de Marcela mientras le toma una y otra fotografía sin que ella se percate.

Marcela sale de la escuela de medicina, trabaja como maestra de la materia de etimologías médicas. Un curso que es lo más alejado de los programas académicos sobre trastornos mentales y psiquiátricos. Como es sabido que los elude.

El Tatuado comenzó a seguirla meses atrás, después de hurgar en los botes de basura de la Facultad de Medicina, en busca de desperdicios y despojos animales de las prácticas de los estudiantes. Estómagos y pulmones de perros y gatos con quienes ensayaban el bisturí los neófitos médicos, ya que pretendía iniciar una colección fotográfica sobre desperdicios biológicos.

Encontró entre unas viseras de perro callejero sacrificado en pos de la ciencia, un cuaderno con notas de medicina. Era de un estudiante de la Facultad de Ciencias Médicas, llevaba escrito en todas sus páginas innumerables listas de términos médicos en latín: animae: alma; pneuma: pulmón; artros: articulación; cefale: cabeza; pous, podos: pies. Tenía escrito el nombre del estudiante: Daniel Zaragoza, del que Adán nunca tendría noticia. También el nombre de la profesora quien la impartía: Marcela Durán. Ya no podría sacarse su nombre de la cabeza.

El fotógrafo no supo exactamente qué le impulso a tomar aquel cuaderno usado y guardarlo en su portafolio. La libreta se encontraba casi deshojada, con la totalidad de sus páginas repletas de términos en latín, como un cuerpo abierto de brazos y piernas, en indecorosa postura, abandonado por su asesino tras la violación y el estrangulamiento. Antes de guardarlo lo captó con su cámara, nada más por pura morbosidad y luego prosiguió en su caza de imágenes carroñeras.

Más tarde, al rebelar el rollo y descubrir en su fotografía del cuaderno impúdico el hasta ahora lejano apellido: Durán, recordó que lo había guardado como un singular trofeo de caza. Revisó su portafolio y encontró la libreta: Marcela Durán. Hasta entonces pudo establecer la relación de aquel nombre que le atraía tanto tan sólo al pronunciarlo con sus enormes labios, con el de una locutora de la Radio Cultural de Estado. Una mujer quien tenía un programa radiofónico con poca audiencia, donde comentaba la reseña de un nuevo libro o el resumen de una película de cine-arte.

¿Porqué una mujer con estudios en medicina debería dedicarse a cosas lo más lejanas posibles al trato con las enfermedades? Es algo que no hacen la mayoría de los médicos. ¿Por qué una médico estaría interesada en las etimologías griegas y latinas, en escribir guiones para radio y comentar libros de autores poco socorridos en éste país y películas no comerciales, en lugar de dedicarse a las cirugías y a pasar consulta?

A partir de aquí quedaría ligado definitivamente con Marcela Durán. No le sería difícil hacerse pasar por estudiante de medicina y deambular por la Facultad hasta dar con las listas de asistencia donde firman los profesores diariamente, conversar con la gente de la manera más impersonal y menos sospechosa, deduciendo por segundos y terceros mensajes de dichas conversaciones, cómo era la doctora Durán. Hasta que finalmente dio con la joven profesora. La contempló firmar una mañana su asistencia, se enamoró de su andar erguido y pausado, lo atrapó su silueta elegante, tal como la imaginó a partir de escuchar cada semana su voz por la radio, o de leer en la vieja libreta los términos en latín para los trastornos pulmonares, las enfermedades venéreas y el ántrax. Supo sin tener que confirmarlo, que era ella. Sus ojos no la olvidarían nunca más, sus retinas eran dos procesadores fotográficos digitales, entrenados también para captar las más hermosas imágenes del mundo y hacerlas suyas al igual que su vieja cámara lo hacía. No obstante no se atrevería por lo pronto a hablar con ella.

Marcela sube a la camioneta de su novio. Lleva unos lentes de sol y el pelo suelto que constantemente agita con su mano sobre el hombro mientras camina recta y elegante. De cada instante en la distancia, la cámara de Adán extrae un milagro en imágenes, oprimiendo sin cesar el disparador y recorriendo rápido el rollo y la telefoto. Los ojos y la cámara de Adán se fusionan en un solo órgano visual, un miembro viril que funciona telepáticamente. Hay en todo ello un placer de francotirador y asesino, que le proporciona recorrer el rollo miles de veces y apuntar a la muchacha con su telefoto mientras permanece anónimo y oculto.

4

¡Hiciste enojar a tu amiga, la doctora…! ¡Lo que vas a conseguir es que ya no venga a visitarte….! Le dice el doctor Iñiguez, su psiquiatra. Puedo imaginar lo que intentaste hacer con ella, no me cuesta nada de trabajo. Finaliza el gallego.

¿Ah sí…? Supongo. Le responde Adán. Que todos esos años de estudiar psicoanálisis te han enseñado a saber por añadidura lo que piensa la gente.

Desde luego que no leo la mente, pero cualquiera podría deducir a partir de cómo se acaba de ir esa señorita, sumamente enojada y azotando la puerta, que intentaste propasarte con ella.

Pues yo también leo la mente al igual que tú. También me sé las obras de Freud y aunque no lo creas, puedo darme cuenta de cuánto se te antoja la doctora Marcela, mi amiga. ¡Te la quieres coger! ¡No lo niegues! Casi puedo ver yo también cómo se te hace agua la entrepierna al verla de espaldas, entrando por la puerta del sanatorio, deseando que tú fueras el enfermo y ella viniera cada semana a contemplarte desnudo sobre el sofá y a platicarte lo último en literatura, y contarte cuentos y películas…

El doctor Iñiguez prefiere no seguir contrariándose con éste paciente, que a pesar de todo le simpatiza. Joven médico español, con especialidad en psiquiatría y estudios en psicoanálisis, casi recién venido de Europa a trabajar en este país. Soltero y solitario. Aunque sea difícil creerlo, Adán es hasta ahora su única relación humana profunda. Por lo que la presencia de la doctora Durán no deja de estimular en su mente la idea de ampliar su círculo social con una hermosa colega.

Al mismo tiempo recuerda cotidianos consejos de sus profesores acerca de no contradecir a sus pacientes psiquiátricos y evitar en lo posible involucrarse con ellos. Opta por salir de la habitación y dejar a Adán solo. Se aleja dejándolo con sus gritos en su habitación.

5

Solía decir que no había nadie que no tuviera al menos una oportunidad para renacer en vida. Cada quien tenía su propia manera; sin embargo, había algo que todos los que renacían tenían en común: el agradecimiento al espíritu revivificador y la ayuda incondicional al prójimo.

(LEONARDO DA JANDRA -La Almadraba)

Su primera cámara fotográfica se la obsequió su profesor de literatura en el último semestre del bachillerato. El maestro se encontraba ya en las últimas etapas de un cáncer que lo devoraba desde años atrás. Así, consumido por el mieloma, el profesor Josué le regaló a Adán la vieja Canon y toda su colección de libros, temiendo que su mujer los vendería en cuanto él falleciera. La clásica cámara se convertiría desde entonces en su compañera de toda la vida.

Josué fue su maestro de literatura dos semestres durante el bachillerato. Adán congenió casi geométricamente con él desde el primer día, como si cada uno fuese la mitad complementaria del lente de la vieja Canon. Luego lo siguió a los talleres de fotografía que el hombre: un cincuentón con madera de artista y casado con una tirana devoradora de hombres, impartía en las oficinas del Municipio.

Aunque Adán tenía apenas dieciocho años, la diferencia de edad no fue obstáculo para ir de parranda con su maestro, hablar de mujeres, libros, fotografía, recorrer exposiciones de arte, salas cinematográficas y burdeles. ¿Qué más podría pedir alguien que tener un maestro particular de literatura, fotografía y de la vida? El hombre le cobró realmente afecto al extraño muchacho.

Inicialmente, con las primeras fotos, Adán echó a perder decenas de rollos. Pero cuando llegó a dominar la luz a tal grado de lograr sus primeras fotos decentes e incluso ganar un concurso estatal, haciéndose de un pequeño renombre como fotógrafo, sintió encontrarse de verdad en su camino.

Con la fotografía, su manera de ver las cosas nunca sería la misma. Los colores y las formas adquirían matices inusuales y brillos sorprendentes de los que Adán nunca se percató antes. Se dio cuenta que cada vez era más capaz de establecer un control sobre la luz, el tiempo y los lentes.

Cuando finalmente el cáncer acabó con el profesor Josué, Adán tenía en su poder la cámara y los libros desde un mes antes. Evitando en lo posible los encuentros con la aguerrida esposa, quien de seguro no estaría de acuerdo en que el muchacho se quedase con ellos.

¡No quiero que por nada del mundo vayas a mi entierro! Olvídate de mí cuando me muera, no pienses más en mí.

Le dijo el maestro la última vez que conversaron, cuando el cincuentón se encontraba ya en las últimas en el hospital. Josué le ofreció su mano izquierda, verdosa y enflaquecida como última despedida. No se volvieron a ver.

6

Creo que desde siempre estuvo presente la lesión cerebral, quizás era muy pequeña, por eso no se manifestaba más que apenas dando unas sutiles muestras de su presencia, en conductas y síntomas que ni yo mismo podría explicarme. Hasta ahora que me han estudiado más a fondo la cabeza he llegado a entender un poco más lo que me pasaba desde niño…

Dice Adán a los doctores Hanz e Iñiguez, que ahora le realizan un amplio interrogatorio médico en busca de nuevos datos que puedan hablar de un posible origen para su padecimiento.

Adán prosigue con plena confianza, sintiéndose el centro del universo, estimulado por los gestos de aprobación, de casi fascinación que le muestran ambos especialistas conforme avanza la indagación.

Siempre pensé que yo era algo más sensible a la luz y a los colores que las demás personas. Recuerdo cómo me quedaba hipnotizado contemplando el sol, hasta casi quedarme ciego viéndolo directamente. Me atraían sobremanera las luces de neón de los anuncios, y el cielo, sobre todo cuando su azul se vuelve turquesa, un azul mortal… Todavía me encanta ese azul. Yo creo que por eso me gusta tanto la fotografía y decidí dedicarme a ella.

¿Pero en verdad….? Le interrumpe Hanz, el neuropsiquiatra danés. ¿Usted podía ver directamente al sol….?

Cada vez aguantaba más tiempo… Pero luego me venían unas migrañas terribles…

¡Ah, migrañas! ¡Dolores de cabeza! ¿Y muy fuertes..? Interroga sutil Hanz, experto en encontrar datos clínicos, síntomas y enfermedades ahí, donde el discurso y la conducta de los enfermos se entretejen y forman recovecos.

¡Insoportables….! Se queja lastimero Adán. Me daban muy frecuentemente, entonces ya no podía ver la luz, y eso me daba mucha tristeza porque a mí me encanta la luz. ¿Sabe usted que si aprende a manejar la energía de la luz, se pueden hacer maravillas con ella? ¡Es un arte manejar la luz con la cámara…!

Pero Hanz toma distancia, no parece muy interesado en los gustos artísticos de Adán

Vayámonos más despacio. Le interrumpe, desviándose de preferencias artísticas del paciente, tratando de llevarlo más bien hacia los indicios de ciertos síntomas presentes en su habla. ¿Cómo está eso de los dolores de cabeza y de que le afectaba la luz….? Quiero que nos hable más de eso.

Pero Adán no es presa fácil para los neurólogos, psiquiatras y psicoanalistas. Se queda mirando a los dos médicos, comenzando a perturbarse ante su negativa de escucharlo hablar de las cosas que a él le gustan.

¡Bueno…! ¿Me van a dejar hablar, o qué…?

Tranquilo señor, tranquilo. Repite en tono conciliador Hanz, intentando calmarlo. Usted puede hablar de lo que quiera, recuerde que es muy importante que se sienta en la confianza suficiente para decirnos lo que guste, pero hay cosas de las que nos cuenta que nos resultan de suma importancia para poderlo ayudar. Finaliza el médico en un español del cual cada vez es un hablante más competente.

¡Yo no necesito ayuda…! Grita Adán caprichoso, como si se tratara de un niño imposible de complacer.

En eso alguien toca la puerta tres veces. Se abre y la doctora Durán aparece tras casi quince días sin dar noticias. Adán cambia totalmente su disposición anímica, ahora es la alegría lo que predomina en él al verla. Sus ojos antes chispeantes de enojo se iluminan, sus pupilas se expanden como estrellas dilatadas. Las del doctor Iñiguez también.

¡Doctora, por favor, tome asiento…! Se adelanta el gallego, quien estuvo silencioso durante todo el tiempo que duró el interrogatorio, se pone presuroso de pié y acerca una silla de madera a Marcela.

Ella lleva puesto un elegante traje sastre, compuesto de falda larga hasta debajo de la rodilla y saco de vestir. Precaviéndose de los peligrosos malos pensamientos de Adán, evitando ponerle demasiadas tentaciones, como ocurrió durante su última visita.

Adán se irrita de nuevo ante la excesiva amabilidad de Iñiguez. Sus ojos vuelven a inyectarse al igual que los de un lobo resguardando su territorio. Como dos armas listas para dispararse contra el joven médico. Luego prosigue con su relato:

Bueno…. La primera vez que recuerdo haberme despertado lejos de mi cama fue a los doce años. No es que yo me acuerde de los momentos cuando estaba dormido, si no que mi abuela se asustó mucho al verme acercar a media noche a su cama y quedarme parado frente a ella. Entonces me dijo: “Vente hijo, acuéstate conmigo”. Me envolvió con sus sábanas y luego me arrulló cantándome una nana hasta que me dormí de nuevo…. A la mañana siguiente desperté así nada más en su cama. No recuerdo cuándo llegué, ni cuándo me cantó.

Los médicos miran con interés creciente a Adán. Marcela, quien venía muy tranquila ahora se torna un tanto nerviosa al escuchar hablar de síntomas y enfermedades mentales.

Adán prosigue con su relato, aparentando que la presencia de su amiga no es tan importante. Disimulando la angustia que lo acosó las últimas dos semanas, al temer que ella no volvería ya nunca para visitarlo, probablemente molesta desde el último y embarazoso encuentro.

Mi abuela era una mujer muy hermosa. Yo me crié con ella. Su segundo marido le dejo una cierta fortuna, la cual no pudo gastarse en vida y me heredó a mí. Con el dinero de la herencia costeo los servicios de este hospital. Yo la adoraba, pienso que fue la primera mujer de la que me enamoré.

En eso Adán mira fugazmente los ojos de Marcela, intimidándola un poco. Luego continúa:

Mi abuela solía hablarme de muchas cosas, me leía antes de dormir. Íbamos a la ópera juntos los domingos al medio día, luego nos íbamos a tomar un café para que ella me contara todos los pormenores de la obra que habíamos escuchado. Conforme pasaba el tiempo fui despertando después de las crisis de sonambulismo cada vez más lejos de mi cama: una vez amanecí sentado junto a la taza del baño, con el brazo mojado de orines, metido en el retrete, recostado en el piso. Entonces mi abuela mandó instalar corcho suave en todas las paredes de la casa, y alfombró hasta las escaleras, para evitar que yo me golpeara la cabeza si llegaba a caerme al caminar dormido. Por suerte eso nunca pasó. Luego instaló un enrejado alto alrededor de toda la casa, temiendo que en mi caminar sonámbulo me fuera a salir, me perdiera y me ocurriera algo. Pero tal cosa jamás ha sucedido. Si ustedes ven mi casa, la encontraran tal como la dejó mi abuela antes de morir. A los dieciséis años, cuando ella falleció, me preocupé verdaderamente de que el sonambulismo se acentuara. Me deprimí mucho por su muerte. El mismo día de su entierro me dio una crisis cerebral. Me desmayé sobre la silla cuando estaban velándola, caí en el suelo con la mirada ausente.

¡Pérdida de conciencia…! Dice Hanz. ¡Qué interesante…! Por ahí puede andar todo el asunto. Si lo sumamos a su inusual irritabilidad ante la luz podemos ir atando cabos. Me parece que nos acercamos a la presencia de una epilepsia del lóbulo temporal…

¿No me va a decir doctor, que mi gusto por la fotografía está relacionado con la lesión cerebral y con una epilepsia, verdad…?

Muchos artistas han padecido disfunciones cerebrales. Le interrumpe al fin Iñiguez. Es sabido que toda su personalidad y su trabajo creador está relacionado con ésta enfermedad. Ahí esta Dostoievsky….

Termina de decir oportuno el gallego, tratando de ganarse a Marcela con un comentario que pretende ser inteligente. No sabe que a la doctora Durán, lejos de agradarle hablar de estos temas, le produce pánico siquiera escuchar sobre ellos.

La tensión del diálogo comienza a producir en Adán considerable angustia, intenta volver al tema de la fotografía para evitar el nerviosismo de su amiga y las pretensiones galantes del psiquiatra.

¿Pero a los epilépticos los operan, o no…? Yo no quiero que me vayan a sacar un pedazo de cerebro. ¡Qué pasaría si ya no puedo volver a tomar fotografías nunca más….! A lo mejor perdería mi capacidad de hacer lo que más me gusta.

Una cirugía… Dice Hanz en tono erudito. Puede ser una posible solución para su enfermedad. Pero es muy aventurado adelantar un tratamiento, tendríamos que hacer todavía varios estudios encefalográficos, psicológicos y médicos para confirmar que realmente la intervención quirúrgica sería lo adecuado para usted…

¡A mí nadie me va a meter cuchillo…! Si en ésa parte de mi cerebro tengo la habilidad para tomar fotografías no lo permitiré. ¡No pienso dejarme operar por nada del mundo…! ¡Quiero que me dejen tal como estoy…!

Cuando los médicos se retiran, no sin las predadoras miradas de Iñiguez sobre la doctora Durán, Adán se queda todavía muy inquieto, casi a punto de incontrolarse. Se frota el cuero cabelludo de su cabeza rapada con las manos temblorosas y agitadas, cabizbajo, sin siquiera voltear a ver a su amada Marcela.

Ella saca la edición póstuma de los cuentos de Italo Calvino. Abre las páginas en el primer capítulo, y empieza a leerle algo. Después de leer en voz alta algunos párrafos, le explica que trata acerca del romance de un jardinero quien cuida un hermoso vivero de flores, con una dama de alta sociedad que suele visitarlo. Que existe una importante relación entre ese cuento de Calvino y su propia vida, pues los padres del autor eran agrónomos y cultivadores de plantas.

Adán se va tranquilizando, casi cayendo en un trance hipnótico conforme la voz de locutora: culta y elegante de Marcela pronuncia cada frase y cada enunciado encadenando su discurso fascinante. Mezclando el texto del libro y sus explicaciones. Hasta calmar finalmente a la bestia que vive en el dormitorio: el licántropo y el ornitorrinco yacen, el demonio de Tasmania y el gato montés también. Adán se recuesta sobre la cama con los ojos semiabiertos, arrullado por la voz de la doctora, quien se encuentra sentada muy cerca de él, como por la más hermosa música que le resultara indispensable para vivir. Igual que cuando su abuela lo arrullaba con antiguas nanas cuando se acercaba sonámbulo por las noches a su cama.

El tatuado aproxima sin pensarlo su mano hacia la de ella. Marcela, leyendo y hablando, hace como que no se da cuenta de las intensiones de este loco. Luego, sin poder evitarlo, coloca la suya sobre la de Adán, encontrándola notoriamente cálida. Continúa con su lectura sosteniendo el libro de cuentos con la extremidad que le queda libre.

Adán aproxima sus labios gruesos a la mano de la chica que tiene sujeta, y sin previo aviso le deposita un beso de una ternura inusitada. Es la única manera que encuentra para disculparse por la afrenta pasada, de decirle cuánto la extraño y cuánto la necesita. La doctora sigue leyendo sin siquiera voltear a verlo. Tampoco puede controlar el rubor que se le sube rojísimo hasta el nacimiento del cabello mientras recita a Italo Calvino.

El licántropo encuentra una calma momentánea.

7

Tras investigar en la última bibliografía sobre enfermedades mentales, Marcela encontró por fin un término que le acomodaba a su propio padecimiento: “Psicotofobia: se considera una de las fobias más raras, que consiste en un temor irracional e incontrolable a la locura…” Fue su propio diagnóstico, el que Marcela Durán misma se asignara. Psicotofobia: temor a enloquecer.

Estuvo asistiendo tres años a terapia con un psicoanalista. Encontrando todas las posibles causas a su miedo y orbitando sin cesar en torno a un Complejo de Edipo que se volvió repetitivo de tanto aparecer a lo largo de sus horas semanales en el diván.

¡Ay, yo me voy a enamorar de usted…!

Le dijo la joven estudiante de medicina a su psicoanalista al finalizar una sesión.

No se preocupe señorita, eso ya de entrada es bueno, porque habla de que entre usted y yo va surgir mucho entendimiento, y entonces fluirá el Inconsciente con mayor facilidad.

La verdad es que durante esos tres años sólo se sentía tranquila cuando se encontraba cerca del psicoanalista. Un divorciado cuarentón, provisto de una cuidada barba plateada por las canas y una discreta barriga oculta con disimulo bajo las corbatas. Aquellos tres años en psicoanálisis por lo menos le sirvieron para aminorar la angustia vivida diariamente en clases, en la época de sus estudios como médico.

El curso que más la inquietaba era el de psiquiatría, una materia referente a los trastornos mentales más graves, las formas de locura más severas y perturbadoras por sus orígenes desconocidos. Su profesora, una doctora especializada en estudios de sueño y esquizofrenia, les narraba un caso tras otro de locura, cuya manifestación fue precedida por crisis de angustia y desencadenó en las peores manifestaciones de bestialismo y pérdida de las facultades mentales. Entonces todo el organismo de Marcela entraba en estado de alerta. Los casos clínicos revisados en su clase comenzaban con moderadas depresiones y terminaban siendo incapaces de reconocerse en el espejo, ingresados contra su voluntad en hospitales psiquiátricos. Si es que no se suicidaban antes. Esto era lo que más inquietaba a Marcela, la posibilidad de terminar como uno de aquellos casos de manicomio.

Muchas veces pensó en dejar la carrera de medicina y abandonarla a la mitad. Huir y refugiarse en lo que más le gustaba: el arte, los libros, el cine. Pero la presión de su padre y hermanos médicos, presión igualmente ejercida desde dentro de sí misma, impidió que siquiera se atreviera a expresar su deseo de reorientar el rumbo profesional.

Al final, como era la estudiante más dotada para analizar los textos médicos y descifrar los términos científicos de raíz griega y latina, acabó quedándose como profesora de la materia de etimologías grecolatinas.

Tras culminar sus estudios jamás intento especializarse ni ejercer la medicina. Hizo todo lo posible por alejarse de cualquier enfermedad, incluso de aquellas cuyo origen no era psicológico ni cerebral, como las del hígado o riñones.

8

No se trataba de atraer el deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experimento.

(MARGUERITE DURAS – El amante)

Adán no dejaba de escucharla cada viernes a las nueve de la mañana, a la hora en que el programa radiofónico donde aparecía la voz de la doctora Durán iniciaba.

En cuanto ella recomendaba un nuevo libro, Adán se precipitaba sobre las librerías para adquirirlo y leerlo, luego corría al cine para mirar las películas que se habían reseñado en alguna cápsula. Siguiendo paso a paso las palabras de la doctora Durán a lo largo de la trama.

Aunque en realidad no la conocía. Muchas veces planeó acercársele, encontrarla al salir de una clase de etimologías, o los viernes esperarla en su coche hasta que saliera de su programa de radio. Decirle: “¡Señorita, soy su más fiel admirador, he leído todos los libros que recomienda y me encantan todas las películas que a usted le gustan!” Pero no se atrevía. Nadie imaginaría que más adelante sería ella misma por su propio pié quien entrara al hospital psiquiátrico para contactarlo sin saber nada de él.

La Marcela que salía de las oficinas de la Estación Radiofónica del Estado no era la misma doctora que impartía clases en la Facultad de Medicina. Esta era una mujer distinta, más segura de sí misma. Llevaba unos lentes para sol y su cabello suelto, volviéndose más interesante que cuando portaba su bata blanca como maestra de medicina. Solía acariciar su cabello y lo dejaba caer sin cesar sobre su hombro, manipulándolo lenta y desinteresa.

Adán lo pensó mucho antes de decidir acercársele, llevaba su cámara fotográfica, quería contarle quién era él y a lo que se dedicaba.

El tatuado sentía la certeza absoluta de que habría una comprensión inmediata entre ambos, un entendimiento instantáneo. No se equivocaba del todo. Pero no podría constatarlo hasta mucho tiempo después, porque el novio de Marcela Durán se interpondría momentáneamente entre ambos.

Ella se encontraba detenida en una equina, cerca de la Estación de Radio, como intentando cruzar la calle, aunque no pasaban demasiados automóviles por ahí. Más bien esperaba por algo o alguien. Su silueta semejaba una diosa de la medicina y la radiocomunicación.

En eso se acercó una camioneta último modelo hacia ella. Era su novio. Adán lo adivinó al instante por la forma en que el tipo frenó su vehículo quemando llanta, en franca actitud de dominio sexual sobre la doctora, y ella subió. Marcela lo besó después de cerrar la puerta, y el novio arrancó la camioneta en un acelerón descomunal de presunto poder y virilidad.

A partir de entonces Adán se conformaría con fotografiarla a la distancia y en el anonimato con su telefoto.

Publicado en En Veces (primera temporada) 21 de junio 2011.

Tal vez también te interese
bottom of page