top of page
  • Adán de Abajo

El Gurú de las ratas




La realidad última no es clara e inmediatamente

aprehendida sino por aquellos que se hicieron

amantes, puros de corazón y pobres de espíritu.

(ALDOUS HUXLEY – La Filosofía Perenne)

1

De mis doce hermanos yo era el más tragón. Siempre busqué la tetilla más regordeta de mi madre para afianzarme sobre su tierno pezón. Aunque mis ojos aún permaneciesen cerrados, me abría paso a empujones y patadas, haciéndolos a un lado, gimiendo quedamente, pero al mismo tiempo con más potencia que los otros.

Mi padre, mis tíos y tías siempre me distinguieron como el más comelón y al más gordo. También el más llorón de los críos. Todos se sabían de memoria mi chillido: emotivo, grave y sobradamente sentimental. Mucho más demandante que los de mis hermanos, quienes apenas se quejaban o resoplaban al dormitar. Un llanto de criatura recién parida que albergaba toda la desesperada necesidad de amor y alimento que nada en el universo podría jamás solventar.

Fui quien primero salió del vientre, quien ingirió mayores cantidades de la suave flor de leche de nuestra madre.

Al abrir los ojos, mis pasos superaron pronto a los de mis hermanos. Mucho antes que ellos me aventuré en las otras habitaciones y galerías de nuestra Colonia, donde vivían tíos, primos y alguno que otro hermano adoptivo que se sumaba de cuando en cuando a nuestro conglomerado animal. No sin los previos ritos de aceptación practicados hacia el nuevo miembro, que iban del intercambio de olores, miradas fieras de mi padre y tíos hacia él, hasta golpes y dentelladas. Enseñándole quiénes eran los dueños de nuestro refugio. Mostrándole ante mano que si quería venirse a vivir con nosotros, tendría que acatar el liderazgo repartido equilibradamente entre mi padre y sus hermanos, donde no existía el menor lugar para nadie más.

Todos ellos aceptaban mi iniciativa de explorar y jugar en las otras salas. Hasta veían con cierto agrado el hecho de que llegase de visita con los ojos entreabiertos, y premiaban mi curiosidad con una nuez, cacahuate o trozo de sabroso dulce. Pero no todos eran amables, alguno de mis malhumorados tíos llegó a empujarme fuertemente o propinarme alguna mordida cuya cicatriz adornaría por siempre mi rostro. Como el de alguien que ha acumulado bastante experiencia en batallas, exploraciones, guerras y aventuras. Y no sería más que la primera de una serie de cicatrices internas y externas, acumuladas como en un cinturón guerrero sobre mi organismo. Muestrario orgulloso de las superadas pruebas de vida.

2

De los hermanos, fui también el que más tardó en despegarse del seno materno. A pesar de que yo era más inquieto y curioso que los otros, siempre volvía, terco, al pecho de mi madre.

Cuando mis hermanos dejaron de procurar la leche de nuestra progenitora, yo retornaba durante las noches para empeñarme en mi chichi predilecta. Y mi mamá solamente cambiaba el ritmo de su respiración, apenas alterado levemente durante su sueño por mi boca férrea que la lastimara ya con los primeros colmillos incipientes. ¡Cuántas veces soñaría de adulto con aquella etapa inmemorial en que mi existencia y los latidos de su fuerte corazón fuimos uno solo, fusionándonos y confundiéndonos espiritual y biológicamente, mientras succionaba su tibia leche hasta quedar por completo dormido!

Pero este paraíso duró muy poco. Mi padre, celoso y justo, se encargó de echarme de la cama de pajitas, heno y papeles de mi madre. Nuevos hermanitos, más pequeños que yo llegarían en breve. Me dio unas buenas mordidas que se sumarían al álbum fotográfico de mis cicatrices. Me echaría de su dormitorio y me obligaría a dormir en la cámara donde se apretujaban mis doce hermanos junto con otros primos de nuestra edad. En total sumábamos poco más de sesenta jóvenes que buscábamos calentarnos, acercándonos los unos a los otros durante la madrugada. Peleando por la comida que nos acercaban mi padre, los tíos y primos mayores, chillando, haciéndonos enojar los unos a los otros y arrebatándonos los bocados.

Mi infancia pasó demasiado aprisa. Apenas tuve tiempo de aprovecharla. Muchos de los hermanos y primos morían de frío, por no tener la suficiente fuerza o valentía para apoderarse de los mejores trozos de comida, o simplemente por darse por vencidos y dejarse morir así de repente, cansados de nuestra existencia hacinada y simplona. Sin ningún motivo para seguir con la vida, pero curiosamente, tampoco para morir. Se quedaban nada más como dormidos y luego ya no se movían. Sabíamos que ya no vivirían o no tendría remedio su vida cuando los mayores los sacaban arrastrando de nuestra Colonia para arrojar sus cadáveres al río.

3

El relativo equilibrio de nuestra Colonia no duró mucho. Hordas bárbaras de nuevos inquilinos se empeñaron en apoderarse de nuestra guarida, envidiando su seguridad, amplitud y calidez. Queriéndola solamente para ellos.

Estos nuevos vecinos no se preocuparon por transitar por los ritos de bienvenida que mi padre y mis tíos exigían a los nuevos inquilinos. Eran irrespetuosos y agresivos. Llegaron nadando, cruzando por el Río que estaba cerca de la Huerta de Nogales, bajo la cual se ubicaba nuestra amada Colonia. No pidieron permiso para invadir nuestras galerías y salas, que nuestros parientes adultos se preocupaban tanto por mantener limpias y con las bodegas llenas de comida. Eran caníbales e insaciables. No sólo se apoderaron de nuestros dormitorios, sino que devoraron todos los víveres, incluyendo las reservas para el invierno. No contentos con ello, los invasores mataron y comieron también a nuestros hermanos más pequeños, principalmente a los que acababan de nacer, pues les resultaban tiernos y tampoco podían escapar de sus fauces.

Mis tíos y mi padre organizaron la defensa, lucharon con todas sus energías. Mi padre era el más fuerte y valeroso, el líder moral de la Colonia. Aunque la administración de todas las galerías estaba muy bien repartida entre sus hermanos, quienes trabajaban en conjunto, sin dejar de respetar a mi padre como un líder innegable y justo. Las sabandijas invasoras los supieron de inmediato e hincaron primero sobre él sus colmillos de envidia y maldad. Lo mordieron en los ojos, cegándolo y dejándolo indefenso. Lo arrastraron herido ante mi madre, tembloroso y tiritando. No tardaría en morir, debilitado por la sangre perdida.

Dos de los tíos murieron también luchando contra las alimañas, los demás no tuvieron más remedio que tomar a los más jóvenes y a sus esposas, llevándose las pocas provisiones que no habían tragado los invasores. Cuatro de mis hermanos huyeron con los tíos y algunos primos, viéndose obligados a cruzar el Río. A algunos de los sobrinos más pequeños los arrebató la corriente de agua helada del mes de Noviembre que anunciaba un invierno infame. Los sobrevivientes siguieron la marcha tras cruzar el río, no volvimos a saber nada de ellos.

Cuando mi madre tuvo que convertirse en la esposa del líder de las sabandijas, sentí que mis días estaban contados. La angustia no se compararía con la que experimenté cuando de pequeño, mi padre me separara de mi madre y de su pecho. Era una tristeza y una soledad enorme, mucho más grande que todo el conjunto de galerías de nuestra Colonia, más grande aún que la Huerta de Nogales gigantes que nos cobijaba y proporcionaba alimento diario. Un sentimiento de desolación aún mayor que el Río cercano por donde llegaron las sabandijas nadando para invadirnos. Pues ya no tendría a mi padre, como siempre lo tuve para defenderme y dar la cara por mí, consolarme y alimentarme. Y mi madre tendría que ser la esposa de un invasor desconocido y cruel.

4

Las alimañas se apareaban con nuestras hembras sin respetar tiempos, estaciones del año, ritmos ni ciclos biológicos. Las cubrían o se acoplaban sexualmente con ellas con violencia y cada que sus instintos trastornados los urgían. Nuevas generaciones de mestizos, horrorosos, mezclados con su sangre y la nuestra llenaron las galerías donde antaño jugáramos yo y mis hermanos. La población aumento desmedidamente. No había espacio siquiera para echarse y tomar un descanso, no existía la calma ni de día ni de noche. Las riñas y los asesinatos estaban a la orden del día. Las sabandijas se mataban y tragaban entre sí. La comida era hurtada, arrebatada. Las crías de una galería secuestradas para ser devoradas por el patriarca de otra, sin importar que fuese su pariente.

El líder de los invasores, quien había tomado a mi madre como una de sus hembras me perdonó la vida a cambio de servirle como esclavo. No sólo debía conseguirle alimentos provenientes de la Huerta de Nogales, sino ayudarlo a acicalarse y asearse diariamente, traerle todo lo que se le antojaba y cumplirle sus caprichos. También debía llevar alimento a los hijos que comenzó a procrear con mi mamá y con otras hembras, incluidas algunas que llegaron con él, así como las primas y hermanas que no pudieron huir con los que cruzaron el Río, convertidas en esclavas sexuales y servidoras suyas.

5

Finalmente, los alimentos que nos proporcionaban los añejos y sabios nogales quienes nos brindaron su cobijo desde años atrás dejaron de llegar. Una plaga arrasó con los árboles, matándolos y dejándolos secos por dentro. La tierra en sus raíces se volvió árida y perdió la suavidad y humedad que nos cobijaba. Los insectos y lombrices que cohabitaron durante años con nosotros y que nos servían igualmente de alimento se extinguieron junto con los árboles. El agua del Río estaba sucia, había que caminar durante muchas horas y hacer el trayecto igualmente arduo de regreso para conseguir la comida de la que la élite de sabandijas devoraba la mejor parte.

Perdí muchísimo peso. Dejé de estar triste, de pensar, de preocuparme. No porque en el fondo de mi corazón no estuviese triste, sino porque ya no sentía la tristeza. No sentía nada por dentro. Comía muy poco, apenas las sobras que arrojaban al suelo las sabandijas. Sólo trabajaba y obedecía. Mi pasado dorado como hijo de mi padre se borró. Nadie recordaba que yo fui el hijo consentido de mi padre, el que se atragantaba con las mayores raciones de leche, nueces y otras delicias. Del gordito juguetón y curioso, consentido por sus tíos, no quedaba más que un delgado saco de huesos, polvoroso y miserable. Una pobre alma quien corría enloquecida a lo largo de kilómetros durante el día, en busca de su tributo diario de alimentos para llevárselo al líder de las sabandijas. Corrí tanto, trabajé tanto a sus servicios, consiguiéndole comida para él, sus esposas y sus hijos, que un buen día me morí.

Tardé varios días en levantarme, no podía moverme.

Mientras tanto, las alimañas y sus hijos tenían que salir también durante el día. El hecho de que los miembros de la colonia tuviesen que buscarse el alimento de día y ya no de noche como fue costumbre de los nuestros durante décadas, indicaba la excesiva sobrepoblación que saturaba la Colonia. No cabía ya nadie más en sus galerías y las provisiones eran un triste recuerdo que todos añoraban con melancolía. Terminaríamos comiéndonos los unos a los otros en totalidad si no se hacía algo para remediar aquel desastre.

6

Un día, las sabandijas encontraron un extraño alimento, oloroso y tentador que alguien colocó en un terreno del otro lado de la Huerta.

Era costumbre de los nuestros, cuando se presentaba la oportunidad de probar una nueva comida, el enviar a una avanzada de exploradores compuesta por uno o dos valientes. Quienes tenían que aventurarse en nuevos territorios y paladear los posibles pero desconocidos alimentos. En muchas ocasiones alguno de los exploradores moría tras ingerir la nueva y rara tentación. A veces perecía la totalidad del contingente enviado. Por lo que la avanzada de exploradores, la mayoría de las veces se convertía en suicida. Con ello, los demás sabríamos contundentemente que aquel alimento estaba ungido de alguna sustancia mortífera colocada por algún enemigo para exterminarnos. De manera automática, al morir los exploradores, el resto de los miembros de la Colonia sabría para siempre que no deberían comer ese alimento por nada del mundo. En delante todos lo evitaríamos. Se sacrificaba a uno o dos miembros con la finalidad de preservar al resto de hermanos de la Colonia.

En este caso, como era poco lo que podía moverme y serles de utilidad, el líder de las sabandijas decidió que yo debía ser quien cruzara la frontera de la Huerta y probar el atractivo pero desconocido alimento. Si acaso sobreviviera, las alimañas encontrarían una nueva fuente de alimento. No tenían nada que perder, ni ellos ni yo.

Me llevaron al borde del muro que marcaba la frontera con nuestra Huerta y me arrojaron más allá de nuestro territorio, chillando y gritándome desde las rocas que la conformaban para que me precipitara a ingerir el extraño alimento del que dependía, según ellos, su supervivencia si es que la nueva comida no me mataba.

Me arrastré con los ojos cerrados, apenas podía moverme, guiado solamente por mi olfato diestro que me orientó hacia donde se encontraba la comida. Ni siquiera lo pensé cuando mi nariz entró en contacto con ella. Era suave, de un olor fuerte y exquisito. Con un perfume de ligero tono agrio que me recordaba al aroma de las ubres de mi madre después de alimentarnos durante mis años de infancia.

Lo tragué sin pensarlo. No tenía miedo de morir, ya había muerto antes junto con mi padre asesinado. Al principio parecía que no me ocurriría nada, pues yo continuaba respirando. Desde el otro lado de la barda las alimañas chillaban triunfantes y exclamaban, creyéndose victoriosos.

Comencé a convulsionar, mi cuerpo se sacudió y una espuma amarillenta surgió de mi boca. Las sabandijas se quedaron congeladas. La decepción recorrió las cientos de cabecitas peludas y el doble de ojos que me observaban desde la barda de rocas. El silencio y la tristeza volvieron a reinar en la Colonia. Esta vez me morí definitivamente. Lancé un chillido exhalante y me quedé sin vida. Nadie de ellos volvió a pensar en mí, ni siquiera mi madre que agotaba sus últimas energías en amamantar a veinte de sus pequeños mestizos. No le quedaba mucho de vida a ella tampoco.

7

Varias horas más tarde, unas manos o un hocico de un animal mucho más grande que yo me tomaron con delicadeza y me arrojaron, inerte, al Río. Alguien cuyo reino se extendía a partir de los límites de nuestra Colonia no quería que mi cuerpo emponzoñara su territorio con su fétida descomposición. Así que echaron mi cadáver a las aguas heladas de Noviembre para que limpiaran aquel mundo de mi impureza.

La corriente helada me arrastro a lo largo de días, golpeándome contra las rocas y la basura que otros seres lanzaron igualmente al río. Encontré piedras afiladas, cadáveres y desperdicios. Pero el agua fría también lavó mi estómago. Lo que no vomité inmediatamente después de ingerir el veneno fue limpiado por el agua fría del Río, al ser tragada por mis pulmones y mi estómago, quienes a pesar de su inconsciencia luchaban por retener la poca vida que aún albergaban.

Una oleada de espuma congelada me colocó de nuevo en tierra firme. Mi nariz respiró de nuevo y captó la cercanía de unas zetas cuyo aroma me recordó a las que nacían bajo nuestros árboles en los mejores tiempos de nuestra Colonia. Me arrastré como pude y tragué todas las que me cupieron. Para mi fortuna no eran tóxicas ni nadie les había colocado veneno.

Con el paso de los días volví a caminar, despacio, luego a correr igual que antes. Estaba solo pero me encontraba bien. Se trataba del jardín trasero de una enorme casa cercana al río.

El invierno llegó y fue transcurriendo lento. Encontré un hueco debajo de una fuente donde me oculté del viento de Diciembre. Lo hice mi residencia. Las zetas se acabaron pero aprendí a darme un festín con las sobras extraídas de la basura de quienes habitaban la casa. Dejadas casi intencionalmente para mí.

8

Llegó la primavera y me aventuraba sin miedo de día y de noche cerca de las puertas y ventanas de aquel hogar. Pronto me familiaricé, principalmente con la voz de un hombre quien todo el día trabajaba ahí. Era un escritor, según lo escuché llamarse a sí mismo cuando hablaba por teléfono o conversaba con su esposa sin cesar. Vivían los dos solos en la casa.

La voz del hombre se me volvió no sólo familiar, sino cálida y grata. Llegué a amarla de verdad.

En nuestra Colonia, cuando éramos niños nos enseñaban a huir a toda costa de los hombres por ser nuestros enemigos naturales. Sin embargo, ahora podía pasar horas enteras, quieto, solamente escuchando su voz grave, hipnotizado con ella, con su ritmo, sus pausas y su entonación. Era una voz cristalina y gruesa, como una música grata y ronca similar al bramido del Río. Su esposa también amaba profundamente aquella voz e igualmente pasaba horas escuchándolo disertar. En ocasiones discutía con ella, más de alguna vez los escuché gritándose y amenazándose con la idea de dejarse. La joven señora lloraba y decía que lo abandonaría, que era un egoísta. Él sólo la miraba, se defendía con fuerza, mantenía su posición y luego la abrazaba y la besaba. Jamás cedía, pero la amaba con todas sus fuerzas a pesar de todo. Muy pronto se reconciliaban llorando, cubriéndose de caricias y haciendo el amor. Yo anhelaba esos momentos y los esperaba angustiado en medio de aquellos episodios en que reñían, porque entonces la calma volvería a nuestra casa y yo seguiría escuchándolos a ambos interminablemente. Por alguna razón, los necesitaba a los dos, en especial al escritor y por nada del mundo quería que se dejaran o que estuviesen tristes.

Al contemplar su amor, sentí una pequeña calada de envidia y de nostalgia por algo que yo desconocía pero que también anhelaba hondamente.

9

Pasó un año, y luego otro y otro más. Yo engordaba con toda la comida que intencionalmente me dejaban los esposos. Llegué a escucharlos hablar de mí, refiriéndose a las sobras que me dejaban en el jardín y llamándome su “pequeño inquilino”. Luego, el Escritor me bautizó como “el gurú”. Asignándome cariñosamente el género masculino.

Me atreví a entrar en su sala y por las noches a la biblioteca donde todo el día el escritor se inclinaba obsesionado sobre una pantalla luminosa, aferrándose a las palabras que sólo él amaba y comprendía. Me gustaba el olor de sus libros, del perfume que emanaban sus manos y su ropa, y el aroma de las copas de cristal manchadas de vino rojizo, igual que sangre, del cual bebía a traguitos mientras escribía o escudriñaba en sus papeles.

Algo en mi garganta y en mi lengua me impelió a imitar su voz, a hablar y vociferar como él, como cuando llamaba a su esposa, halagaba su belleza o reñía con ella. Comencé a gritar tratando de emular su voz grave. En su lugar se emitió un chillido, no tan agudo como el de mis congéneres, pero vigoroso y bello como el del escritor.

Muchas noches grité durante horas, llamando a alguna compañera lejana.

Cuando terminaba la noche y se aproximaba el amanecer, corría a mi refugio bajo la Fuente del jardín y me metía a dormir y descansar. Entonces soñaba. Soñaba con el pecho de mi madre, con los latidos de su corazón y con la inextinguible fortaleza de mi padre. Soñaba hasta que mis emociones se vaciaban por completo y el sueño se hacía una sola masa oscura e inconsciente que lo envolvía todo sin remedio, trayéndome el descanso profundo. Soñaba sin cesar cada día, hasta que soñé que una compañera llegaba a mi vida y se quedaba conmigo para el resto de mi vida.

10

Una de esas noches solitarias, escuché agitarse a las aguas de aquel Río que hace años me trajera a esta, ahora mi casa. Acerqué mi nariz para olisquear el aire y el olor fresco del agua violentada. Intentando averiguar qué se traía hoy el imprevisible Río.

Algo se debatía contra la corriente, luchando por no dejarse morir. Mi nariz identificó el olor familiar de mis congéneres, similar al exquisito perfume que emanaban los cuartos traseros de mi madre, mis tías y mis hermanas cuando vivíamos en la Colonia.

Una hembra.

Me arrojé a la corriente helada e indómita. Yo ya había enfrentado al Río y sobrevivido en una ocasión, morí antes dos, tres veces, nada me atemorizaba. Fui tragado y escupido por él, me volví su enemigo y luego su aliado.

Como todo un experto nadador me aproxime al cuerpo de aquella que ya se daba por vencida. Cogí su espalda con mi boca y la arrastré hacia la orilla de mi jardín. Mi hogar.

La calenté con mi cuerpo en mi guarida, le limpié su cara con mi aliento, llevé ante ella zetas, nueces y otras delicias que masticó con sus ojos cerrados, despacio, extenuada, sin decir nada. No hablaba, pero aceptaba todo lo que le llevaba de comida.

Fui comprendiendo que el Río, antiguo enemigo mío, me recompensaba tras muchos sufrimientos por haberlo retado y sobrevivir a sus aguas caprichosas. El Río me regalaba con una compañera como premio al valor demostrado al doblegar sus indómitas fuerzas. Ahora era responsable de ella, debía cuidarla, alimentarla y hacerme cargo de ella.

11

Comenzamos a recorrer juntos el terreno, a buscar y compartir la comida nocturna. Siempre andábamos acompañándonos. Empero, durante nuestra hora de dormir, ella se recostaba lo más distante al interior de mi guarida. Sabía que yo había salvado su vida, pero aún así me miraba con desconfianza.

La veía acercarse en algunas ocasiones al Río y olisquear nostálgica el agua y el aire de sus corrientes buscando el rastro de un aroma familiar. Como añorando su antiguo hogar, esperando sin cesar que alguien volviese del Río por ella. Supe más tarde que su colonia había sido arrasada por los hombres con la ayuda de un perro cazador. Ella nació y vivió un año entero ahí, tuvo un compañero, quien huyó en la masacre, abandonándola, prefiriendo salvar su propia vida a esperar por ella.

Tratando de seguirlo y de escapar del cazador, mi nueva amiga se arrojó al Río. Pero sus aguas la arrastraron durante horas sin darle descanso. Su esposo no la espero, el Río eligió otro rumbo para su vida, como lo hizo años atrás con la mía. Estuvo a punto de morir ahogada. Esa era su historia.

Intenté ganarme su simpatía, mostrándole todos los rincones de aquel jardín y de la casa, llevándole los mejores restos de comida que encontraba, ayudándola a acicalarse, buscando congraciarme con ella. Al inicio mis acercamientos no parecían ganarme su simpatía, aunque a la pobre no le quedara más remedio que permanecer junto a mí. Pero con el paso de los días fue acostumbrándose a mis movimientos, a mis pasos, a mis sonidos y a mi olor.

Cuando salía en busca de comida y regresaba a la madriguera bajo la fuente, ella se acercaba cada vez más alegre a mi encuentro. Hasta que una mañana acabo acurrucándose junto a mi lomo para quedarse por completo dormida.

Entonces dejó de ser una extraña a quien alguna vez rescaté del Río, se convertiría en mi más grande y esperado amor. Un amor mío, para mí, como el que tenía el escritor.

12

Nuevas hordas de invasores venidos de mi antigua Colonia, donde ya no cabía ni un cabello más, comenzaron a llegar a través del Río.

Esta vez, uno de los hijos del líder de las sabandijas llegó junto con otros cuatro de su misma baja estirpe, flotando río abajo en un viejo neumático. Ya no cabían en la vieja Colonia y se vieron forzados a remontar la corriente en busca de nuevos territorios donde establecerse y encontrar comida, dispuestos a invadir, sin importar que ya estuviese habitado mi Jardín. Capaces de utilizar sus agresivos métodos, uniendo fuerzas y asesinando a traición.

Mi nariz los detecto desde que se acercaban a la orilla de mi territorio, flotando en su improvisada barcaza, remando con sus extremidades. La sangre se me agolpó en el hocico y en las orejas. Sentí una mezcla de miedo, rabia y desesperación. La tranquilidad lograda con tanto esfuerzo se veía amenazada.

En el pasado, las sabandijas invadieron la Colonia donde nací, mataron a mi padre y sometieron a mi madre. No estaba en lo absoluto dispuesto a permitir que se quedaran con el Jardín y el gran amor con que el Río me obsequió luego de tantos esfuerzos.

Recordando sus métodos de ataque con los que sorprendieron a mi padre, lo primero que hice fue ubicar sin que me vieran, a la distancia, quién los lideraba. Técnica que aquellos seres solían emplear cuando deseaban apoderarse de un nuevo territorio. Mis ojos experimentados identificaron al hijo del viejo jefe de las alimañas, el que años atrás doblegó a mi padre cegándolo, como el macho alfa de aquel grupo de cobardes. Sabía de antemano que sus seguidores no actuarían de manera independiente sin la guía de un cerebro algo menos mediocre que el de ellos. Sin el líder, aquel grupo de bichos no sabría cómo proceder.

Pedí a mi amor que me esperara, oculta en nuestra guarida. Ella se quedo, aterrada y tiritando de miedo sobre un nido de pajitas en nuestra cueva del Jardín. En su vientre llevaba ya mi semilla, formando tiernamente nuestra futura estirpe. Mi amada estaba preñada. Si yo moría, las sabandijas matarían a mis hijos en cuanto nacieran para volverla su hembra y cargarla con su simiente. Pero ella me amaba, yo era su esposo, su adorado, su único. Y no la defraudaría. De ningún modo era el mismo joven temeroso a quien las alimañas convirtieron en su esclavo años antes.

En cuanto desembarcaron, desde unos arbustos del Jardín donde los aguardaba oculto, me arrojé sobre el cuello del joven líder de las alimañas. Sin siquiera darle tiempo de ver qué le ocurría ni quién lo golpeaba.

Chilló desesperadamente, llamando a sus seguidores para que le auxiliaran, pero yo los hice a un lado, usando mis patas fortalecidas y mi cola elástica y poderosa. Las batallas contra el río tonificaron mis músculos. Las cicatrices acumuladas por dentro y fuera de mi organismo me recordaban a cada instante una fortaleza ganada a pulso. Algo que no me habían regalado y que nadie podría de ningún modo arrebatarme jamás.

Arrastré su cuerpo sin dejar de morderle el pescuezo y la cabeza, evitando que el resto de las alimañas me rodeasen para atacarme como era su costumbre, asesinando en grupo. El lidercillo chillaba desesperado pidiendo ayuda, sin saber quién le robaba la vida. Cuando sus seguidores intentaron alcanzarme de nuevo, buscando rodearme y liberarlo, salté al río sin dejar por ningún momento de hincar mis dientes sobre la parte anterior de su cuerpo que cada vez se aferraba menos a la vida.

Nadando, con la punta de mi nariz sobre la superficie y lejos del alcance de las alimañas, mantuve el hocico de la sabandija bajo el agua hasta que se extinguieron sus fuerzas y dejó de luchar. Muriendo debido a la falta de oxígeno y a la sangre perdida ante las mordidas que le propinaba.

Regresé a la orilla vuelto una furia, rugiendo y gritando, dispuesto a arrojarme sobre cada una de las alimañas que quedaban vivas. Hubiesen podido matarme entre todas de seguro, si lo hubieran querido y su hubiesen sabido cómo, pues me superaban por cuatro. Pero como ellas mismas me enseñaron, sin un líder que les dijese qué hacer, resultaban inofensivas e incapaces de actuar independientemente. Se me acercaron humillándose, implorando mi piedad, pero no tuve compasión, aunque tampoco fui demasiado cruel como para matarlas. No podía, yo no era como ellas. Las obligué a regresar a su neumático y volvieron por donde habían llegado, remontando las aguas.

13

La esposa del Escritor también esperaba un hijo. Todo parecía ir muy bien, las noches transcurrían tranquilas, mi amor estaba a punto de alumbrar, mis críos nacerían en días, la comida no nos faltaba. Los peligros parecían haber pasado. Era la primavera

De cualquier manera no tardó en regresar la angustia y la tristeza, que ya eran parte inseparable de mi vida. Nuevas pruebas para enfrentar se presentarían.

El escritor y su mujer discutieron una noche, gritándose e insultándose de una manera en la que jamás lo hicieron. Ella lloraba y él no paraba de arrojarle frases horribles en un tono agresivo y fuera de control, ofendiéndola sin parar. Finalmente su esposa se marchó de la casa, triste, llorando y en cinta.

Él pareció enloquecer, se dio cuenta que yo andaba cerca de su biblioteca, escuchando sus riñas. Tomó una escoba y comenzó a perseguirme para asestarme un golpe y matarme.

Yo lo estimaba, agradecía su hospitalidad, sus palabras, su comida, pero tampoco le temía. Sobreviví a demasiadas cosas como para resignarme a que cualquiera decidiera matarme en cuanto se le antojase. El impulso de cuidar a mi esposa y a mis hijos me arengaba a continuar vivo y luchar a toda costa contra lo que fuese. Así es que lo encaré sin ningún temor, salté de un lado a otro zigzagueando y luego escapé por una ventana rumbo al Jardín. El escritor salió furioso por la puerta trasera y continuó persiguiéndome, sin embargo yo era demasiado rápido, mis músculos estaban fuertes, mi corazón y mis pulmones en inmejorable condición. Él no era más que un infeliz humano.

Corrí y me metí en el agujero bajo la Fuente. No pudo hacerme nada. El resto de la noche la pasó maldiciendo a su esposa, a su vida y a mí, “el gurú del Jardín”.

14

A lo largo de los siguientes tres días, muy poco antes de que mi esposa pariera, el hombre se dedicó a poner trampas y veneno para cazarnos. Estaba enloquecido, lleno de odio. En lugar de ir en busca de su esposa, hablar dulcemente con ella, acariciarla y hacerle el amor para contentarla como siempre lo hizo, se dedico a invertir sus desviadas energías en intentar capturarnos o darnos muerte. Colocó ratoneras, trozos de queso, pan y otras delicias impregnados de horrible veneno para hacernos caer.

Ya no sentía yo el menor respeto por él, si en algún momento me inspiró cariño, admiración y gratitud, ahora no me producía más que lástima. Miedo no, pues ya he dicho que no se trataba más que de un miserable humano, un hombre trastornado y lleno de vanidad. Herido en su narciso. Nada superior a los animales sobre los cuales él creía reinar. Ni soñarlo.

Me pregunté cómo y cuándo fue que los hombres llegaron a erigirse como los predilectos entre todos los hijos de mi Creador. ¡Cuánta ingenuidad!

De joven comí veneno y no me mato, era inmune a las sustancias tóxicas fabricadas expresamente para exterminar a mis congéneres. Sabía nadar como ninguno, sobreviví las mortíferas corrientes del Río, vencí a los enemigos de mi padre que quisieron despojarme de mi territorio y de algún modo vengué su muerte al tomar la vida del hijo de su asesino. ¿Quién podría hacerme temblar y palidecer de miedo a estas alturas de mi vida? Absolutamente nadie, más que el llamado definitivo y final de mi Creador. Y ni siquiera, pues cuando llegase el momento, aceptaría la muerte con amor y tranquilidad. Obedeciendo sin ninguna reticencia su voluntad.

Pero mi amada esposa no sabía del veneno, ni de la comida emponzoñada de maldad humana, ni de las trampas para cazarnos cruelmente. Jaulas para encerrarnos y luego asfixiarnos, palancas de presión que nos destriparían, dientes de metal para triturar nuestra espina dorsal.

A lo largo de las últimas horas antes de su parto, impedí por todos los medios que ella saliera de nuestro refugio para evitar que las trampas dejadas por el Escritor le hiciesen daño, o que comiera algún alimento envenenado. Toda la mucha comida que necesitaba para recargar sus fuerzas y enfrentar el alumbramiento que se avecinaba se la conseguí yo. La cuidé, me dediqué a ella como jamás lo hice con nadie.

15

Entonces el Escritor pretendió hacernos salir de nuestra madriguera encendiendo una hoguera junto a la Fuente para asfixiarnos con el humo. Sin pensarlo me arrojé sobre él, buscando desviar su atención, haciendo espacio y tiempo suficiente para que mi amada escapara de la madriguera y se pusiera a salvo.

Al verme, el hombre intentó aplastarme de nuevo, esta vez con una barra de metal. Lanzó un golpe y otro contra el piso, pero fallaba irremediablemente. Yo era más rápido, más fuerte, más decidido, tenía mayores razones para sobrevivir que él. El Escritor no era más que un infeliz humano. No se daba cuenta que a cada golpe que fallaba, su arma de metal rebotaba contra las rocas de cantera del jardín. Volví a encararlo, arrojándome sobre él sin ningún temor y esquivando cada golpe, girando como un boomerang implacable, con la esperanza de que mi esposa encontrara el suficiente tiempo para escapar.

En eso, en uno de sus fallidos golpes, la pesada arma golpeó con tal fuerza el suelo, que el metal rebotó estrellándose contra su frente, rompiéndole la cara en una sangrante herida. El Escritor se desplomo, cayendo de espaldas como un árbol viejo e inservible. Su cuerpo se volvió tieso desde antes de llegar al suelo.

Corrí lo más rápido que pude por todo el jardín, llamando con chillidos a mi amada. Nadie respondió. Volví a la Fuente todo lo rápido que pude, la hoguera continuaba ardiendo y sahumando la entrada de nuestra guarida. Salté librando el fuego y las cenizas y me introduje, buscándola.

Mi esposa apenas respiraba, no se movía por más que hacía esfuerzos por arrastrarla. Al parecer, mientras el hombre y yo nos debatíamos, el trabajo de parto había iniciado, pero fue interrumpido por el humo que ahogaba a mi más preciado ser. La llevé hasta el extremo del jardín, la lamí, le arrojé mi aliento dentro de su hocico para tratar de hacerla respirar, intentando pasarle algo de mi soplo vital con el fin de reanimarla. Chillé, me retorcí, me lamenté, sacudí su cuerpo, le mordí la piel para que reaccionara. Pegué mi oreja contra su vientre buscando percibir las vidas que se agitaron durante las semanas anteriores cada que me aproximaba al vientre de su madre. Pero ya no se movían.

El Jardín, la Fuente y la casa donde viví los últimos años me parecieron horribles e intolerables. El cadáver patético del escritor, su sangre inútil, las flores que su esposa cuidó a lo largo de tanto tiempo, los árboles donde mi amada y yo jugamos bastantes noches. ¿Tanta vida durante tantos años, para qué? ¡Cuánta necedad, cuánta vida humana tirada a la basura en un instante!

Al acercarme a su cuerpo hermoso, mi amada respiraba cada vez menos, apenas resollaba débilmente. La cogí por la espalda con mi boca y me arrojé sosteniéndola, sin prensarlo si quiera, al Río.

Si el Río, mi maestro, salvó mi vida en una ocasión alejándome de la Colonia y lavando mi estómago y mis pulmones, también podría curar sus órganos. El Río la trajo a ella para mí una vez, de seguro él la sanaría con sus aguas incomprensibles y sagradas.

¡Él me la había dado, él me volvió responsable de ella, de nuestro amor! ¡El Río estaba obligado a devolverme su vida de nuevo para que continuáramos juntos!

16

Se hizo de noche, nuestra mejor hora para actuar. Con la noche llegó también la calma, mis nervios se tranquilizaron, familiarizados con la oscuridad y el agua congelada. La corriente nos arrastró durante horas. Estábamos a salvo a pesar de todo, el mal quedaba atrás.

La sostenía por el cuello, manteniendo su nariz en la superficie para que respirara el aire fresco, permitiendo que sólo pequeñas cantidades de aquella agua sacra y adorada entrasen en su boca y sus fosas nasales saneando sus entrañas. Ella arrojó bastante saliva y mucosa ennegrecida por el humo respirado.

El agua ejerció su acción sanadora lavando a mi amada por dentro. En un momento dado, por la parte posterior de su cuerpo brotaron los seis hijos muertos que habrían nacido ese día, envueltos en la sábana rojiza de la placenta que manchó las aguas.

Continuamos nadando hasta el amanecer.

Al liberarse de aquellos cuerpecitos inertes, se hizo más ligero su peso y ella pudo respirar mejor. Una enorme ola quiso tragarnos, pero el Río se acordó de mí y nos tuvo respeto. Yo no era cualquiera, ahora mi amada también era su protegida. Nos mantuvimos a flote un buen rato, la luz matinal se presentía en una claridad que iluminaba poco a poco el firmamento. La llegada del amanecer.

Aún no amanecía del todo cuando una nueva oleada de espuma fría nos colocó en la orilla de un bosque de pinos. Elevé mi hocico para sentir el terreno y evaluar su seguridad, detectar la presencia de potenciales enemigos. La Nada absoluta fue captada por mi olfato. Sólo silencio, sólo calma y la respiración dulce de los árboles gigantes.

Arrastré a mi amada hasta ponerla a salvo. Su corazón se escuchaba latir cada vez con mayor regularidad, a pesar de haberse intoxicado con el humo y de perder mucha sangre en el trayecto. Volví a elevar mi nariz para olisquear el terreno, y nuevamente Nada. El aire era demasiado frío pero la atmósfera parecía segura, el aliento de los pinos nos saludaba. Encontramos un hueco bajo un viejo árbol partido muchos años atrás por un rayo, quien a pesar de todo seguía vivo y nos recibía amablemente. Sería nuestro nuevo hogar desde ahora. Calenté a mi esposa con mi cuerpo, la sentí moverse recuperando su temperatura y yo estaba feliz. Gimió en mi oreja cariñosamente, gracias a nuestro Creador se encontraba mejor.

Finalmente, la madrugada nos envolvió con su silencio y nos quedamos completamente dormidos. La Nada nos cobijo con un manto sin color, sabor ni forma. El resoplido de los árboles nos trajo el aliento frío enviado en cada suspiro por nuestro Creador.

Publicado en En Veces (primera temporada 26 de enero de 2010.

Tal vez también te interese
bottom of page